Durante la pandemia me compré una de esas pesas especiales que le miden a uno de todo. Una de las cosas positivas que me ha dejado la pandemia es la posibilidad de hacer hecho mucho más ejercicio y de comer más sano, porque cuando no hay que viajar cada semana es mucho más fácil cuidarse. El aparato este me dice que mi edad metabólica está en 43 años, comparado con los 46 que tengo, y la proporción de grasa en el cuerpo está en 12,5%, que viene siendo bastante decente para un tipo de mis condiciones físicas y edad. O por lo menos eso es lo que me dicen mis amigos más cercanos. Pero la verdad es que no me siento joven, mentalmente me siento viejo, porque siento que este mundo me está dejando tirado.
Recuerdo que cuando estaba chiquito, mis papás y mis hermanos fuimos a la fiesta de inauguración del primer CAI que abrieron en el barrio. Hubo fiesta. Mi papá celebró inmensamente que tuviéramos policía tan cerca de la casa. “Chino, los policías nos van a proteger de los ladrones”, me dijo. En mi generación respetar y agradecerle a la policía por su sacrificio era la norma. En mi generación jugábamos a los ladrones y los policías, y los policías eran los buenos, no los malos. Para la mayoría de la gente de mi generación, el plan no era ir a quemar un CAI. El plan era ir a llevarle tinto a los policías que pasaban frío por las noches mientras nos cuidaban.
Los de mi generación no conocimos Transmilenio. Conocimos los buses ejecutivos, los colectivos, y las busetas. En mi generación destruir los buses y quemar las estaciones no era el plan del viernes, entre otras razones porque no había estaciones de bus para quemar. Pero quizás más importante, porque teníamos tatuado en nuestro ADN lo que pasaba si uno llegaba a romper una porcelana en la casa de la abuelita. Bueno, niñitos de la nueva generación, ni les cuento lo que pasaba cuando uno rompía algo en la casa de la abuelita.
La gente de mi generación agradecía que al menos hubiera la opción de llegar en algo que anduviera a la universidad y al trabajo, por más destartalado que estuviera el aparato, y en mi generación no era plan bloquear las calles porque los buses de Bogotá no eran como los de Berlín. Agradecíamos que hubiera buses, no exigíamos a punta de vandalismo que hubiera unos mejores.
Mi mamá, médica neuróloga que en paz descanse, y en mi opinión la definición máxima de una feminista de verdad, mejor dicho, una mujer que jamás pidió tratamiento preferencial porque jamás lo necesitó, me enseñó las dos lecciones más importantes de esta vida: el respeto y la responsabilidad personal. El respeto por lo ajeno, el respeto por las mujeres, el respeto por la autoridad, y me enseñó a entender que la vida es lo que uno haga de ella, no lo que otros hagan de esta por uno.
Es claro que una gran mayoría de los jóvenes de la nueva generación no tiene los mismos valores que tengo yo. Esta nueva generación siente que el mundo les debe algo, cuando la cuestión es totalmente al revés. Yo me siento a trabajar todos los domingos por la noche para avanzar las labores del lunes, porque ese fue el ejemplo que me dio mi papá, quien trabajó toda su vida de sol a sol, de fin de semana en fin de semana, sin quejarse o exigirle nada al gobierno. ¿Por qué? Pues porque uno es lo que uno hace de sí mismo. Punto. Gracias a Dios en mi familia nunca existieron la envidia y el resentimiento, sino el sentimiento de la responsabilidad personal y la gratitud. En fin, qué vejez…