“La vida útil de un abogado es de tres procesos ordinarios”, me dijo un profesor en 1991. Diez años después, el chiste trágico iba en un proceso y medio. El primero que me tocó duró casi 15 años y era un tema sencillo que terminó en que el Consejo de Estado dictó una lánguida sentencia de página y media que a esas alturas no era una decisión sino una anécdota. En los 26 años que han transcurrido desde el día en que ese profesor me advirtió en lo que me estaba metiendo, se han hecho constantes esfuerzos por mejorar la justicia. Pero el día que escribo esta nota, el Fiscal General nos cuenta que el sistema acusatorio colapsó y el Presidente, en el mismo evento, anuncia nuevas normas contra los corruptos. Y ahí está el problema. La inoperatividad de las instituciones y la impunidad rampante que viene con ella se le atribuyen frecuentemente a la falta de normas “severas”. Entonces se expiden más regulaciones, que recargan el sistema y empieza otra ronda del círculo vicioso que termina en que la justicia es siempre el problema insoluble, y el más urgente. Haré ahora una breve lista de tres enemigos del mejoramiento de la justicia, con la esperanza de contribuir en algo al debate sobre la solución.
El primer enemigo de una mejor justicia es que somos un país de extremos. Colombia vive en un ciclo insostenible, compuesto por largos períodos de impunidad que despiertan indignación en el público y son entonces seguidos por episodios de legislación ad hoc y cacería de brujas. Tenemos normas anti-cartel de la contratación, anti-Odebrecht y anti-muchas cosas, pero difícilmente suman ellas un sistema efectivo anticorrupción. Creo que Warren Buffet decía que quien no estuviera dispuesto a mantener una inversión durante diez años, no debería tenerla durante diez minutos. Es un buen consejo. Si una norma no está pensada para una larga duración, es mejor no expedirla; hay que planear más. En materia civil sufrimos el mismo síndrome. Las sentencias en los juicios civiles se demoraban años en dictarse y ahora la ley exige que se profieran en la misma audiencia en que se oyen las pruebas. Así, seguimos de un extremo a otro, con jueces que ahora están obligados a dictar sentencias en caliente, sin tiempo para evaluar lo que están decidiendo.
El segundo enemigo del sistema es la desconfianza en los funcionarios. Oí hace poco a un colega que ha participado en la redacción de muchas normas, decir que a ellas subyace la idea de que los jueces carecen de la experiencia y los conocimientos necesarios para la función judicial y por eso es necesario regular hasta el último detalle de absolutamente todo. Es un sistema condenado al fracaso. Si la premisa es cierta, que creo que cada vez lo es menos, habrá entonces que entrenar mejor a los jueces. Pero esperar que el código administre la justicia que no nos puede dar el juez es la peor de todas las opciones. Darles mayor discreción a los funcionarios judiciales es indispensable y, si la manejan indebidamente, habrá que buscar una solución distinta a la de amarrarles las manos.
El tercer enemigo es el usuario del sistema. Llevo más de dos décadas viendo cómo muchos empresarios utilizan a su favor la precariedad de nuestra justicia para incumplir contratos, ignorar deudas, maltratar a los trabajadores o torear al fisco. Y lo pueden hacer porque los funcionarios suelen carecer del poder suficiente para impedir que se comporten así. Ningún sistema puede funcionar con tanta gente tratando de sabotearlo. Después de tantas reformas a los sistemas de procedimiento, creo que hoy debemos reformar menos, hacer una pausa, y dedicarle más tiempo y esfuerzo al diagnóstico. Espero que estas breves reflexiones contribuyan a ello.