Diagnósticos vs. implementación
Con el paso de los años, a través de diferente normatividad o del desarrollo del propio sector privado, en el mundo económico se ha ido fortaleciendo la institucionalidad. Esto se refleja, por ejemplo, en la posibilidad de poder acceder cada vez a más y mejor información sobre la política económica del país.
Dentro de dicha información aparecen, entre otros, las líneas trazadas en el Marco Fiscal de Mediano Plazo del Ministerio de Hacienda, en el Informe de Inflación del Banco de la República, o en el Informe Nacional de Competitividad desarrollado por el Consejo Privado que estudia dichos temas. A estos se suman los eventos de los diferentes gremios y centros de estudios que sumados permiten llevarse una buena idea de los avances económicos de Colombia y del diagnóstico de los retos que están pendientes de resolver.
Sin embargo, esta creciente revelación de información lograda en años recientes no ha significado una mayor y mejor implementación de soluciones de política pública. Al comparar, por ejemplo, con lo logrado en la década de los años noventa, encontramos una menor efectividad al momento de realizar reformas y la persistencia de problemas que están sobrediagnosticados, pero sobre los que no se logran implementar verdaderas soluciones.
Un primer ejemplo de lo logrado a inicios de los años noventa fue la inclusión en rango constitucional de la independencia del banco central, que ha sido la base sobre la cual se fundamenta la persistencia de niveles bajos de inflación. Aunque atacado recientemente, este logro ha permitido seguir llevando beneficios a millones de hogares y empresas.
Otro hecho destacado de esa época fue la implementación de la Ley 100 de 1993. Pese a ser ampliamente controvertida, las cifras muestran que esta Ley permitió elevar la cobertura en salud de 29% a 96% en los últimos treinta años y redujo significativamente el pasivo pensional del país. Los consensos políticos y económicos de esos años fueron fundamentales para estos logros reformistas.
En cambio, en los años recientes, han sido persistentes los llamados a realizar reformas que eleven la productividad del país y permitan incrementar el nivel de ingreso de largo plazo de los ciudadanos. No obstante, llevarlas a cabo ha sido difícil por carecer de ambiente político, pese a que técnicamente están totalmente definidas y caracterizadas.
Por ejemplo, la norma de los últimos años ha sido que fracasan reformas que propenden por elevar estructuralmente los ingresos de la Nación, manteniendo la competitividad empresarial y cargando a las clases más altas de la población, o no se logran acuerdos en materia laboral para flexibilizar los esquemas que incentiven la contratación formal, entre otras necesidades imperiosas para el desarrollo de un país moderno.
El país necesita mantener el proceso reformista para seguir por la senda del progreso, pero para ello hay que pasar de los diagnósticos a la implementación. Es necesario pensar en mecanismos que, sin reducir la democracia representativa, nos permitan llegar a consensos para avanzar en frentes que el país necesita. Esquemas tipo fast track, como los que permitieron aprobar TLC en el pasado en Estados Unidos, o ir avanzando en los consensos ya logrados a través de pequeños decretos o leyes, en vez de luchar por una gran ley general, podrían ser hoy mecanismos para mantener el ánimo reformista del país.