Analistas

El enemigo común

Alejandro Vera Sandoval

En un escrito anterior cuestioné que al único que se culpa por la no baja de las tasas de interés es al Banco de la República y se olvidan los riesgos fiscales, legislativos y regulatorios. Ahora, quiero exponer un argumento mucho más impopular: en algunos casos, las tasas de interés de los créditos formales, en vez de bajar, deberían subir si queremos beneficiar la vida de muchas personas y empresas del país.

Expliquemos esto a través de dos ejemplos. El primero es el crédito de consumo para personas. En Colombia, la tasa promedio de este segmento, descontando la inflación, era casi 14% (19% en tarjetas) en septiembre de 2025. Dicho valor es muy inferior a lo que se cobra para toda la modalidad de consumo en Perú (54%) o Brasil y México (35%). Y esa diferencia es aún más grande si nos comparamos con las tasas de las tarjetas de crédito en Brasil (85%), Perú (70%), México (50%), o incluso Chile (24%).

Este bajo nivel, al compararnos regionalmente, no permite que más personas puedan tener un crédito, dados los valores actuales de fondeo de las entidades financieras y la medición de riesgo de los clientes. Y, entonces, ¿por qué no subir las tasas de interés? La razón detrás es el límite que pone la tasa de usura. La caída en dicho indicador en el último año como consecuencia de la mayor ponderación de los préstamos para las empresas, por su monto, en detrimento de los de las personas (la normativa mezcla erróneamente ambos tipos de riesgo) ha reducido este techo, lo que puede haber desbancarizado más de un millón de colombianos, según las cifras oficiales.

El segundo ejemplo es el microcrédito, ahora llamado crédito productivo. En este caso, a nivel regional, estamos en mitad de tabla. Descontando la inflación, la tasa promedio de Brasil era del 30% en septiembre de 2025, inferior a la de Colombia y México (40%), y a la de Perú (70%). En nuestro caso, el problema radica en que la inclusión en el cálculo de la tasa de usura de los créditos con redescuento (más baratos por tener subsidio) reduce fuertemente el techo e impide a cualquier banco privado prestar a micronegocios en el sector rural, donde el costo de la “tecnología microcrediticia” (para medir el riesgo) es alto.

Así, lo contraintuitivo de mi argumento inicial parece más claro, el beneficio de subir las tasas en estos casos es poder darle crédito formal al que no lo tiene. Pero hay un argumento más poderoso: subir dicha tasa reduce el costo financiero para las personas y empresas hoy excluidas. En efecto, muchos de estos excluidos están en el mercado informal, el llamado “gota a gota”, y allí sufren tasas de interés que llegan a 666% para empresas o 382% para personas, según un estudio de Anif. Incluirlos gracias a un incremento de la carga financiera formal a niveles, por ejemplo, similares a los de otros países de América Latina, pero inferiores a los que hoy tienen, les cambiaria la vida significativamente.

Por ello, el debate en nuestro país debe modificarse. Los diseñadores de la política pública financiera deberían trabajar en mecanismos que incentiven el incremento del crédito formal en la economía. Una opción inicial es modificar la forma cómo se calcula la tasa de usura y su asignación de riesgos entre los actores de la economía. Recordemos que todos tenemos un enemigo común que derrotar, el “gota a gota” que exprime los ingresos de nuestros ciudadanos y sus empresas.

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