Hace años, mi abuelo, ganadero de profesión, me contó que era más que suficiente un apretón de manos para formalizar un pacto o cerrar un negocio. Antes, no hacía falta recurrir a complejos contratos escritos que complicaban las cosas y ponían en duda la confianza en el otro. Son prácticas del pasado que van desapareciendo con el tiempo. Hoy, el valor de la palabra dada cotiza a la baja en todos los órdenes de la vida, desde el más trascendental al más irrelevante. Parece que la suspicacia y el recelo han ganado la batalla a la confianza y a la buena fe. Y la máxima “las palabras se las lleva el viento” es, desafortunadamente, bastante cierta.
Sin embargo, en la cotidianidad son numerosos los casos en los que no tenemos más remedio que confiar en lo que nos dicen: por ejemplo, cada vez que compramos un pasaje de avión existe una larga cadena oculta de confianza gestionada por la empresa de transporte que debe responder por el buen estado de la aeronave, la competencia de los pilotos, el servicio a bordo, la llegada al destino del equipaje y un largo etcétera. Si no tienes confianza, difícilmente asumirías algún riesgo y no podrías montarte en ese avión o ponerte una vacuna.
La confianza proviene de un comportamiento esperado por parte de otras personas que surge de la coherencia en su obrar. Son personas coherentes y, por tanto, predecibles y confiables. Siempre están ahí. Porque la consistencia es la verdadera base de la confianza en la palabra dada que queda como esculpida en el alma de la otra persona. Tal vez, por ese motivo, encontrar personas coherentes no es tan fácil y cuando sucede, has encontrado un tesoro.
Coherencia procede de los términos latinos co, conjuntamente, y aherere que significa adherir. Por eso, los diferentes elementos que intervienen en la decisión están unidos o “pegados” entre sí. Somos coherentes cuando hacemos lo que decimos y decimos lo que pensamos. De esta forma, la inteligencia, la voluntad y las obras están adheridas, unidas.
Pero no hace falta ser muy rebuscados para identificar esta virtud. Aparece en lo más ordinario de nuestro día a día. Por ejemplo, algunas personas consideran una trivialidad, llegar tarde a las citas y muestran el poco o nulo valor que se le da a la palabra dada y el respeto hacia el otro. O, cuando con el trato que dispensamos a las personas que están a nuestro cargo - a veces a los propios hijos -, les generamos falsas expectativas o les ilusionamos con propuestas irrealizables, con la respectiva decepción posterior. Lo cierto es que, una vez acostumbrados a que incumplamos lo acordado, pretender que después los demás cumplan los compromisos adquiridos no deja de ser una ingenuidad.
Chesterton afirmaba que “el hombre que hace una promesa se cita consigo mismo en el futuro, si bien, cuando llegue ese momento, será otra persona diferente, que no se reconocerá con el que se ha comprometido”. Por tanto, respetar la palabra dada es, en realidad, respetarnos a nosotros mismos. Es revelar nuestro grado de integridad y seriedad y, más aún, es demostrar cuánto nos importan los demás.
La palabra es la imagen del ser interior y nuestra principal tarjeta de presentación, pues el valor que demos a nuestra palabra definirá quiénes somos. Y, por encima de todo, es lo único que nos queda cuando ya no nos queda nada.