En la famosa novela ‘El doctor Jekyll y Mr. Hyde’, el protagonista es un agradable científico que crea una poción con la capacidad de separar la parte más humana del lado más maléfico de una persona. Cuando el doctor Jekyll bebe esta mezcla se convierte en Edward Hyde, un criminal capaz de cualquier atrocidad. Al comienzo, Jekyll está entusiasmado con su poder de transformación, pero poco después pierde el control sobre el efecto de la bebida y queda permanentemente atrapado en la monstruosa personalidad de Mr. Hyde.
Aunque este clásico solo parece una historia fantástica, no es algo muy lejano de la realidad: todos corremos el riesgo de quedar atrapados en nuestro mal humor y para eso no es necesario tomar ninguna “poción”; basta con dejar estallar el mal genio por un cambio inesperado de planes o que las cosas no sucedan como esperábamos.
En la vida hasta un “gracias” tiene importancia. Las personas no son indiferentes a lo que otros piensan o dicen de ellas. Por ejemplo, una palabra ácida, un insulto o una burla duelen tanto como una bofetada. Existe un medio para suavizar las relaciones y hacerlas no solo soportables sino, hasta cierto punto, gratas: cuidar los detalles de cortesía, pequeños gestos de amabilidad y buena educación. La cortesía es la amabilidad del corazón manifestada en nuestro trato con los demás.
A veces, parece que a la gente se le olvida cómo ser amable. El mundo puede resultar detestable, ruidoso y cruel y, últimamente, da la sensación de que no hacemos más que pelearnos y protestar. Pero no somos así. La amabilidad habita en todos nosotros; no tenemos que buscarla por fuera. Forma parte de lo que nos hace ser personas. Y pese a todas las cosas malas de la vida, la amabilidad es lo que nos conecta a unos con otros. La amabilidad lo suaviza todo.
Tal como me recordó hace poco un amigo, la grandeza de una persona se evidencia en cómo trata a los demás, especialmente a aquellos de los que no espera recibir nada. Es otra forma de presentar la famosa regla de oro de la ética: “trata a los demás como quisieras que te trataran a ti”. Cuando eres amable, los demás ocupan “tu” lugar. Y ese intercambio de papeles permite que surja la generosidad. La amabilidad nace de lo más íntimo del ser humano; es la nobleza del hombre, la energía tácita que pasa de una persona a otra cuando por un momento dejamos de pensar en nosotros mismos y empezamos a ver a los otros.
Pero la amabilidad no existe si no está dirigida a una persona concreta. Por eso, lo más fascinante de la amabilidad reside en que es justa y oportuna y se presenta de manera personalizada: alguien le da a otro lo que necesita, o lo que solamente otra persona puede dar. El cuidado por el otro lleva a atender un deseo o satisfacer una necesidad antes incluso de que lo pida. No espera que el otro manifieste lo que quiere: se detecta lo que necesita y se satisface amablemente la “callada” petición. Así como un regalo que es el resultado de una solicitud expresa casi siempre pierde parte de su valor, la acción llevada a cabo por amabilidad, sin esperar a que lo pidan, conserva íntegra la capacidad de sorprender y hacer feliz al otro. Por tanto, el modo en que se da es mucho más importante que lo que se da.
Las acciones amables no acaban en ellas mismas: unas llevan a otras. Y al final, el buen ejemplo es contagioso.