Un viejo amigo y profesor me envió hace poco un artículo sobre la importancia de discutir. Ahí explica cómo muchas personas presumen que discutir implica sentirse cuestionado o tener que contrariar a otros y que, por tanto, para evitar ese mal rato, prefieren callar o ceder. La conclusión es clara: es mejor no discutir para mantener la concordia. En definitiva, hoy en día, proponer la verdad no es tan importante como honrar todas las opiniones.
Sin embargo, discutir no es más que examinar entre varias personas un asunto o un tema proponiendo argumentos y razonamientos para explicarlo, solucionarlo o llegar a un acuerdo.
Hace tiempo, Aristóteles dejó claro que discutir es lo que hacen los amigos, y lo que les hace amigos. Lo sabemos todos por experiencia. Quien se presta a discutir con nosotros nos hace un gran favor. Cuando tenemos la oportunidad de discutir con alguien, nos vemos forzados a pensar más a fondo. La discusión no fomenta la violencia o la enemistad; más bien, al contrario, es el catalizador fundamental del progreso que se construye entre todos.
En la antigüedad, discutir era algo bien visto porque estaban convencidos de que la racionalidad humana es discursiva. Es decir, que se desenvuelve en un cursus (carrera) a lo largo del cual confrontamos razones, ponderando su peso lógico.
De esta manera, “discurrir” y “discutir” son dos caras de una misma realidad. La razón es discursiva: se desarrolla en el contraste de pareceres y en el ejercicio de ponderar las distintas opiniones que aparecen en la discusión. Por ejemplo, aprendemos a pensar en serio tomando partido en discusiones importantes, realmente significativas, y buscando razones para defender lo que pensamos en contraste con otras posturas, tal vez contrarias a la nuestra, que nos obligan a repensar nuestros argumentos, a pulirlos, a afilarlos mejor, tanto dialéctica como retóricamente.
Y es precisamente en Occidente, gracias a sus raíces griegas, judeocristianas y latinas, donde surgió la idea de que la razón puede abrirse camino en la búsqueda de la verdad, el bien y la justicia, y que el diálogo es el método más humano de resolver los conflictos. Por eso, la civilización occidental se enorgullece de atenuar considerablemente la conflictividad y la violencia del hombre contra el hombre. Si es justa esta apreciación, en buena medida se lo debemos a la filosofía griega que nos ha transmitido este valioso legado: nos enseñó a discutir en serio.
Sin embargo, desde hace un tiempo, los grandes circuitos de la difusión cultural vienen repitiendo ritualmente el “mantra” de que la verdad ha sido el gran pretexto de los violentos para cometer barbaridades de todo tipo, y que buscar la verdad no ayuda al diálogo, sino que precisamente impide que seamos dialogantes. Poco a poco han logrado introducir la idea de que la verdad es polémica, controvertida, conflictiva; más que unir, nos divide.
Se les olvida a esos pseudointelectuales que los grandes progresos de la civilización han sido posibles gracias a los errores que se desenmascaran a lo largo de la discusión. De hecho, solo nos damos cuenta del error cuando salimos de él. Y, es precisamente del fracaso de lo que más se aprende.
En conclusión, vale la pena discutir porque sin discusión es difícil encontrar la verdad y el hombre no puede vivir sin verdad.