Populismos los hay de izquierda y de derecha, nacionalistas y globalistas; causarían risas por las ridiculeces en que incurren, si no fuera por los costosos daños que producen a su paso.
Unos populismos son groseramente colectivistas y otros brutalmente individualistas; poco conmueve realmente a los diversos populismos las nobles causas del bien común y de la dignidad de la persona humana.
Unos populismos promueven sobredosis de estadocentrismo para resolver temas de orden económico y social, otros hacen lo mismo pero con sobredosis de mercadocentrismo.
Populismos estadocéntricos colectivistas y mercadocéntricos individualistas se entregan sin rubor alguno a negociantes, unos con trajes legales y otros abiertamente ilegales, expertos en cazar rentas públicas, privadas y sociales.
Ambos populismos desprecian e instrumentalizan a genuinos empresarios, gestores de pequeñas, medianas o grandes empresas, verdaderos generadores de riqueza económica y social, agentes propositivos de sostenibilidad integral.
Los populismos, unos al servicio de izquierdas cada vez más siniestras que buscan arrasar con todo, y otros al servicio de derechas cada vez menos diestras y más quietistas, resistentes a cualquier tipo de cambio, ambos igualmente corruptibles, suelen hacer diagnósticos catastrofistas, ofrecer soluciones mesiánicas e imponer liderazgos caudillistas.
Los populismos se apasionan con el ejercicio del poder arbitrario y olvidan la legitimación permanente de la autoridad; aman los servilismos acríticos, odian la desobediencia civil y pacífica. Los populismos son paranoicos. Disfrutan la palabra subsidio, aborrecen la palabra productividad.
Los populismos se incuban y atrincheran en contextos donde campea la pobreza, la inseguridad, la corrupción, la inequidad, la violencia y el deterioro ambiental; a cada uno de esos complejos problemas, que deben ser urgentemente resueltos, los populismos ofrecen lecturas reduccionistas y maniqueas, prácticas de comunicación social y política polarizantes del estilo “nosotros tan buenos, bellos y acertados y los otros tan malos, feos y equivocados”, y allí donde realizan sus vertiginosas metástasis, profundizan fracturas que afectan la convivencia e impiden la construcción de comunidades de propósitos como país y de comunión de sentido como nación.
Los populismos son ácido sulfúrico para la democracia; utilizan los procedimientos electorales democráticos y pagan cualquier precio al respecto, pero no valoran la importancia de actitudes y pilares axiológicos democráticos como solidaridad, inclusión, tolerancia, pluralismo, austeridad, productividad y deliberación dignificante y edificante para personas y comunidades.
Los populismos opacan el valor de la autonomía de las personas y de las diversas expresiones de la comunidad y de la sociedad civil, familias, vecindarios, empresas, iglesias, gremios, sindicatos, instituciones educativas y medios de comunicación; intentan socavar esas autonomías ofreciendo pócimas venenosas y mentirosas de Estados, mercados y caudillos omnipotentes, omniscientes y omnipresentes.
Más y mejor democracia tiene vocación popular, pero lo popular nada tiene que ver con populismo, como se lee en la encíclica Fratelli Tutti del Papa Francisco.