Analistas 16/11/2022

Catar

Andrés Caro
Candidato a doctor en derecho por la Universidad de Yale

A veces uno tiene que usar estos espacios para repetir lo obvio, lo común, lo previsible.

Lo obvio, claro, es que los estadios, los hoteles y la infraestructura del mundial de fútbol de 2022 en Catar fueron construidos por víctimas de esclavitud y de trata de personas.

Si alguien se opone a las violaciones de derechos humanos en Venezuela o en cualquier otro país, debe, por lo menos, preguntarse si vale la pena jugar este mundial de fútbol, o cantar en la inauguración, o ver los partidos, o llenar el álbum, o cometer cualquier otro acto de complicidad que sirva para lavarles la cara a la Fifa, a Catar y a sus socios y patrocinadores.

Desde 2011, un año después de que la Fifa le otorgó el mundial de 2022 a Catar, circulan rumores de que ese país compró la elección a través de pagos directos y de la adjudicación de contratos. Hasta ahora, nadie ha sido condenado por este caso específico. Sin embargo, Michael García, un investigador que hizo un reporte en 2014, estableció que Catar, Rusia (organizador del mundial de 2018), y algunos ejecutivos de la Fifa extendieron los límites de lo correcto, y usaron un sistema ya sombrío a su favor.
Esto no es lo más grave.

Para construir la infraestructura del mundial, Catar recibió a dos millones de trabajadores de India, Bangladesh, Pakistán, Nepal, Sri Lanka, Filipinas y Kenia. Muchas de estas personas, como lo reportó Human Rights Watch, tuvieron que pagarles a redes de reclutadores y traficantes para conseguir sus trabajos.

Al llegar a Catar, los trabajadores se enfrentaron a situaciones extremas y a condiciones laborales terribles. Debieron trabajar a temperaturas altísimas (tan altas que el mundial se corrió del verano, cuando se suele jugar, a noviembre y diciembre, cuando hace menos calor).

Muchos estaban endeudados con sus patronos (compañías de tercerización y constructoras) por los costos del viaje a Catar y estos empleadores, reteniéndoles sus pasaportes y sus salarios, los sometieron a lo que se conoce como servidumbre por deudas, una práctica considerada como esclavitud por las Naciones Unidas.

También, sufrieron largas jornadas de trabajo y hacinamiento en viviendas sin servicios básicos.

Se calcula que más de 6.500 de estos migrantes murieron en Catar. Según las autoridades cataríes y del mundial, la mayoría de estas muertes se debieron a “causas naturales”, a pesar de que casi todos los trabajadores eran hombres jóvenes. También, se reportaron cientos de suicidios, acaso un síntoma de las condiciones de desamparo y explotación en que se encontraban estas personas que, con su muerte, dejaron a sus familias en condiciones aún más precarias.

Respondiendo a presiones internacionales, Catar ha mejorado las normas laborales. A pesar de esto, el mes pasado Amnistía Internacional estableció que las condiciones no han mejorado lo suficiente. Las federaciones inglesa y estadunidense han propuesto un esquema de compensación para los trabajadores y sus familias, pero la FIFA no se ha comprometido. Sí respondió (prohibiéndolo, claro), cuando la selección danesa empezó a usar camisetas que tenían el mensaje “derechos humanos para todos”.

El movimiento para boicotear al mundial es cada vez más fuerte, pero, al igual que el que se enfrentó al del torneo de 1978, organizado por la dictadura argentina, no va a lograr cancelarlo. Ojalá sí consiga la compensación a las víctimas y el pago de las deudas.

Debo confesar que llené el álbum, y que, aunque me gustaría que el boicot al torneo fuera exitoso, quiero ver a Messi ganar, por fin, una copa del mundo.

El precio de este vergonzoso deseo es atroz.

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