Desacuerdo nacional
A pesar de que prometa un acuerdo nacional, el presidente Petro no lo va a hacer ni tiene que hacerlo. Todos los presidentes llegan y prometen uno, “tienden puentes” a otros grupos políticos, y ofrecen modificar sus programas, incluso, para satisfacer a quienes han perdido las elecciones y que amenazan con hacerles oposición.
El acuerdo nacional, liderado por Roy Barreras, no sólo es irrealizable (salvo que se compre con puestos y clientelismo), sino que contradice las ideas básicas que sostienen una democracia pluralista, en la que siempre debe haber fuerzas que se opongan a quienes ocupan el poder, y en la que la expresión de tal oposición debe ser permitida. Cuando Roy y el presidente hablan de “Acuerdo nacional” tenemos que entender, necesariamente, “gobierno sin oposición”. Y esto es peligroso.
El presidente Petro tiene la costumbre de hablar por el pueblo, y de creer que su destino –haber ganado la presidencia– es equivalente al destino de la nación –llegar al poder a través de él–. Esto, por supuesto, es falso. Petro representa ciertas ideas y ciertos sectores políticos; representa, claro, las expectativas de muchas personas que sienten que, con un gobierno de izquierda, liderado por un político que no viene de las élites de Bogotá, sus intereses van a reivindicarse y defenderse. Y ojalá que sí. Pero el hecho de que el presidente haya llegado con los votos de las minorías étnicas, de los jóvenes y de la mayoría de la clase trabajadora, no significa que represente a la nación, y no significa que tenga un mandato para hacer un acuerdo nacional: los “acuerdos nacionales” son espejismos, incluso cuando se expresan en esos rarísimos momentos constituyentes que, sin embargo, producen constituciones que son, entre otras cosas, la infraestructura para el disenso y la contradicción por venir.
El expresidente Uribe construyó un eficaz aparato ideológico para, digamos, “nacionalizar” la política de seguridad democrática. Trató de presentarle al país una política de seguridad como una necesidad histórica, como una oportunidad providencial, acaso, para que “la nación” venciera a su enemigo. Sin embargo, la oposición, encabezada por Petro y por otros líderes, fue clara en mostrar lo enclenque de ese acuerdo nacional por la seguridad, con sus mitos y sus exageraciones. La oposición, además, fue importantísima para señalar los abusos a los derechos humanos, para corregir la ley de justicia y paz, y para mostrarle a Uribe que, aunque quisiera hacerlo, hablar por “el pueblo” le era imposible.
Algo parecido pasó con el acuerdo de paz del expresidente Santos. Lo vendió como un acuerdo, de nuevo providencial, en que la nación iba a por fin sanar sus heridas históricas, reparar sus lazos rotos, reconstruir su pasado enteramente, perdonar, ser perdonada, desarmarse, democratizarse, solucionar su problema de la tierra, de la droga, de la injusticia social. De nuevo, la oposición, liderada esta vez por Uribe, le mostró al gobierno que el acuerdo de paz era, en verdad, una versión, una solución de política pública específica, que no podía atribuírsele a todo el país, imponiéndosela, así como así, como destino.
Ni Uribe ni Santos pudieron hablar por el país. Trataron de hacer que sus políticas de gobierno se volvieran políticas de estado y casi lo lograron enteramente. Se los impidió, precisamente, haber encontrado oposición en los medios de comunicación y en las instituciones públicas y privadas.
Estas barreras a la vanidad y a la ambición de los presidentes son esenciales para el funcionamiento de una democracia representativa en la que nadie, ni el líder más carismático o con más votos, puede presumir hablar por la nación.
Está bien que el presidente Petro y los partidos políticos se sienten a hablar. Colombia necesita transformaciones profundas, y esas transformaciones necesitan ser acordadas con distintas fuerzas, creando consensos efímeros sobre asuntos particulares. Sin embargo, crear una coalición clientelista que garantice la aprobación rápida de estas reformas estructurales, y amparada en el carisma de un presidente popular que habla de “mi pueblo”, va en contra de la forma en que deben funcionar nuestras instituciones.
El disenso y el desacuerdo son fundamentales en una democracia representativa que, para existir, no puede renunciar a ellos. Ojalá no nos seduzca la unanimidad.