El jefe de Estado
Después de ver la pompa de la monarquía española, al presidente de la república se le subió el poder a la cabeza. El presidente dijo que, según la Constitución Política, él es el jefe del fiscal general.
Argumentó –en la forma esa que tiene de argumentar, que es dándoles la vuelta a las palabras, que es confundiendo– que la Constitución dice que el presidente es el jefe de Estado, y, siguiendo un silogismo siniestro, que él es el jefe del fiscal.
Esto, claro, es mentira.
El rol del presidente como jefe de Estado implica que él representa a Colombia en las relaciones internacionales (y siguiendo, claro, las leyes y normas que regulan esto), y que representa a la nación. En una república como la colombiana, implica, sobre todo, que el presidente se sienta en la cabecera, que las demás personas y autoridades deben ajustarse a su agenda (una función que el presidente actual encuentra bastante útil, con su costumbre de llegar tarde y de dejar esperando a la gente), y que hay algo de sagrado en su figura, lo que se refleja en el hecho de que los presidentes tienen fuero (algo que, viendo lo que ha pasado en Perú, parece cada vez más útil).
Lo que dijo el presidente es tan descabellado, tan inconstitucional y desproporcionado que parece, más que un error de estudiante malo o una proclama de tirano de novela, una provocación a las demás instituciones, y es, en sí mismo, una amenaza a la separación de poderes y al gobierno constitucional. La arrogancia del presidente muestra, nuevamente, lo incómodo que parece sentirse siendo el presidente de una república con separación de poderes, con leyes y con jueces.
La Constitución de Colombia establece que los poderes públicos son independientes, y le da una autonomía reforzada a la Fiscalía General, que pertenece a la rama judicial.
La separación de poderes es, quizás, el principio más importante y el más esencial del modelo constitucional liberal al que pertenece nuestro país. Parte del hecho de que las personas tienen libertades y derechos, y que, para garantizar esos derechos, quienes tienen el poder político deben tener facultades definidas y limitadas por otros poderes.
Al separar el poder público (y, con esto, la grandísima autoridad del Estado), la Constitución garantiza que haya pesos y contrapesos a las autoridades, y que ninguna pueda asumir supremacía sin estar, con ello, violando la Constitución y quebrando el orden institucional. Estos contrapesos son especialmente importantes cuando sirven para controlar el poder ejecutivo en un régimen presidencialista.
Por eso, las palabras del presidente son tan peligrosas: no sólo muestran un talante antirrepublicano, sino que también socavan las relaciones entre el presidente y la rama judicial.
El presidente sale ganando con estas provocaciones y peleas: es ahí, en esos conflictos y con esas fricciones, que el presidente puede sacar sus banderas populistas, señalar la desobediencia y la parsimonia de las autoridades, e intentar alimentar una base popular en contra de las instituciones constitucionales.
No es la primera vez que lo hace y no será la última. Pero el hecho de que quiera extralimitarse no significa que sea ilegítimo o que no pueda ejercer las funciones que la Constitución sí le asigna. Decir que uno puede dictar no lo hace a uno dictador.
Por eso, es importantísimo no caer en sus trampas. Las instituciones deben controlar sus arbitrariedades, al tiempo que la realidad se encarga de frustrar su voluntarismo, sin caer en peleas de las que él va a salir fortalecido, y las instituciones debilitadas.
Mientras tanto, es clave no dejarse seducir por la imagen y la figura del hombre fuerte, del supremo, del rey.