La gran estrategia de Colombia
La errática administración de Donald Trump, y la débil política exterior de Joe Biden y de Anthony Blinken enfrentan a Colombia con la necesidad y la oportunidad de replantear su gran estrategia en términos geopolíticos y de política exterior. Cuando hablo de gran estrategia me refiero a una estrategia de largo plazo, adecuada a los desafíos y capacidades de Colombia, aceptada por los actores políticos más importantes, y que tenga en el centro el interés nacional y la protección de los y las colombianas.
Desde el gobierno del expresidente Pastrana se le ha dado gran importancia a la alianza estratégica de Colombia con Estados Unidos. Esta movida –que vino después del desastre que implicó que el país más importante del mundo le quitara la visa al presidente de Colombia, quien, como lo dijo con absurdo orgullo, “no necesitaba visa para ir a Chaparral”– puso al país en el centro de la esfera de influencia y de la relativa protección de Estados Unidos, el único poder verdaderamente importante luego del fin de la Guerra Fría. Así, Colombia consiguió alinear sus intereses estratégicos con los de Estados Unidos, y logró un apoyo fundamental para sus más importantes políticas públicas: rehacer sus fuerzas armadas y su posición internacional (con Pastrana), usar sus fuerzas armadas, firmar acuerdos de libre comercio (con Uribe), y lograr el acuerdo de paz con las FARC y el ingreso a la OCDE (con Santos).
Sin embargo, el distanciamiento de Estados Unidos de sus aliados (en Afganistán, en Ucrania, y, sobre todo, en Taiwán), así como el crecimiento de la influencia de China (su consolidación como un actor económico de primer nivel, el incremento de su influencia en la región, y su uso grotesco de instrumentos de propaganda que ya ha llegado a medios regionales y nacionales), el fortalecimiento de la Unión Europea, y el surgimiento de otras regiones con recursos económicos propios y con intereses estratégicos distintos a los de los grandes poderes (los países árabes, o del sudeste asiático, India o América Latina) hacen que Colombia deba volver a pensar su gran estrategia, y su “relación especial” con Estados Unidos.
Los dos últimos gobiernos han sido inteligentes en buscar el apoyo de otros países a sus políticas públicas (Santos consiguió el apoyo de Estados Unidos para la paz con las FARC, pero el prestigio del acuerdo se dio gracias a su apoyo en América Latina y en Europa) y Duque ha logrado que la comunidad internacional apoye su política migratoria. Sin embargo, Colombia no ha conseguido que otros países contribuyan a responder a los retos sociales, demográficos y de seguridad que tanto la paz como la migración han traído y traerán consigo. Además de estos, Colombia tiene otros tres grandes desafíos geopolíticos que no han encontrado aliados internacionales serios: la amenaza de Venezuela y Nicaragua (y de sus grandes aliados), la protección del Amazonas y de sus recursos naturales, y la lucha contra el narcotráfico.
Estados Unidos ha probado ser un aliado anodino respecto a lo primero, y respecto al incremento de la influencia de Rusia, de China y de Cuba en los países vecinos. La deforestación del Amazonas llegará a ser una de las causas más grandes del calentamiento global y Colombia, a pesar de que ha asumido compromisos internacionales respecto a esto, aún no tiene recursos de cooperación suficientes para combatirla. El narcotráfico, que ha aumentado significativamente, y que es, como siempre, la principal amenaza a la vida y la seguridad de los colombianos, en especial de las personas más vulnerables, no ha sido combatido de forma adecuada y original desde hace por lo menos quince años. Esto sólo puede lograrse con aliados internacionales y con compromisos que se extienden más allá de Washington y de un partido político. Sobre todo, debe hacerse a través de la consolidación de América Latina como una comunidad de países liberales, democráticos y en los que se protejan las libertades y los derechos fundamentales.
Colombia necesita repensar su lugar en el mundo, y sus alianzas históricas. Debe, así mismo, recalibrar sus prioridades estratégicas. Este ejercicio debe producir consensos suficientes que permitan traducir estas prioridades a decisiones y acciones de política exterior y de defensa sin importar quién gane la presidencia de la república. Esta nueva gran estrategia debe ser realista (quizás, acaso, pesimista) y debe reconocer que vivimos una realidad en la que los acuerdos son frágiles, la estabilidad es rara, sobre todo en un mundo que se calienta y en el que la desigualdad aumenta, y en el que los demás actores, incluso los que creemos más cercanos y leales, están pensando, siempre, en ellos mismos.
P.D. Este año voy a tratar de leer más libros escritos por mujeres. Por ahora tengo estos: Middlemarch (George Eliot), Los desposeídos (Ursula K. Le Guin), Los orígenes del totalitarismo (Hannah Arendt), La invención de la naturaleza (Andrea Wulf), los Poemas completos de Emily Dickinson, Los diques (Irene Solá), La canción de Salomón (Toni Morrison), Su cuerpo y otras fiestas (Carmen María Machado), los ensayos de Virginia Woolf, No hay silencio que no termine (Íngrid Betancourt) y Jane Eyre (Charlotte Brontë). Si no las han leído, les recomiendo a las latinoamericanas Elena Garro, Mariana Enríquez, Samantha Schweblin y a Carolina Sanín.