Activismo Vs. Realidad
Durante gran parte de su existencia, la humanidad no ha tenido mucho tiempo para el activismo. A lo largo de más de 200,000 años, nuestra especie tuvo que enfrentar cotidianamente la enfermedad, la guerra y el hambre, sin mucho margen para quejarse. Sobrevivir era tarea diaria y cuestionarse sobre lo justo era un lujo que pocos podían darse.
Antes del nacimiento de la agricultura, hacia el 8000 a.C. no había más de cinco millones de seres humanos merodeando el planeta, lentamente construyendo tradiciones y conocimiento, en medio de altas tasas de mortalidad y baja expectativa de vida. Hacia el año 1 d.C., incluso luego del desarrollo de varias civilizaciones como la china, sumeria, egipcia, hitita, persa, griega o romana, la población apenas había crecido a 200 millones de personas. La baja productividad, la división arcaica del trabajo, la precaria salubridad y la limitada oferta de alimentos mantuvieron a nuestra especie con una tasa de crecimiento anual promedio de apenas 0.3% desde el comienzo de nuestra era hasta el año 1800 d.C.
Desde la revolución industrial de mediados del siglo XVIII, impulsada por los incentivos del capitalismo y los valores del liberalismo clásico, la población creció en apenas dos siglos y medio de 1000 millones de personas a 8000 millones de hoy. En este lapso, aún con este crecimiento exponencial de la población, el producto per cápita mundial pasó de $1,102 a $15,212 (en dólares constantes de 2011 y ajustado por costo de vida).
El ser humano promedio es más próspero hoy que en cualquier momento de la historia, a pesar de que el planeta esté más poblado que nunca. Salvo por el impacto agudo que vivimos desde la pandemia del COVID 19, tanto en términos absolutos (cantidad total de personas) como en términos relativos (en proporción frente a otros segmentos), cada vez ha habido menos pobres en el planeta desde la expansión del capitalismo.
A pesar de este evidente milagro económico, el pesimismo se ha instalado en la humanidad, acentuándose desde la pandemia. Según una encuesta del Pew Research Center de agosto de 2022, el 70% de los adultos entrevistados en 19 países piensan que a las siguientes generaciones les irá peor económicamente que a la propia. Este desasosiego generalizado ha impulsado todo tipo de activismos, haciendo de la indignación generalizada una moda. Como evidencia Douglas Murray en su libro Guerra a Occidente, el activismo identitario ha pululado en los últimos quince años, generando narrativas que explican el mundo desde algún victimismo específico. La enorme complejidad de nuestra historia ha sido reducida a explicaciones simplistas desde el racismo, el machismo, el eurocentrismo o cualquier relación siniestra de poder entre grupos dominantes y oprimidos.
La fuerte carga emocional de estos activismos ha fomentado que la sensación de injusticia generalizada permita que movimientos políticos dogmáticos, populistas y extremistas lleguen al poder y justifiquen su arbitrariedad, coerción y autoritarismo para imponer su visión de “justicia social”. El gran mérito de estos proyectos políticos es inicialmente lograr canalizar el pesimismo y la indignación. Sin embargo, su gran debilidad es que cuando llegan al poder suelen desconocer la historia, la ciencia y la evidencia, destruyendo las bases del desarrollo y la prosperidad. La irracionalidad que los impulsa a la victoria los acompaña en gobiernos que chocan permanentemente con la realidad, la cual enseña que el mejorar exige ajustes pragmáticos continuos sobre lo existente y no revoluciones que sólo dejan polarización, parálisis y miseria. Pese a haber sido testigos de varios casos cercanos, por su ensimismamiento, Colombia tendrá que aprender esto a
las malas.