Analistas

El costo de la indiferencia ciudadana

Andrés Felipe Londoño

Hastiados de tanto escándalo y desilusionados de la promesa de un cambio positivo, buena parte de los colombianos le ha dado la espalda a la política. Entre no querer enfrentar los efectos de elegir un gobierno extremista o simplemente dedicarse a lo que esté bajo su control inmediato, muchos colombianos han optado por ignorar lo que pasa cotidianamente en el Estado.

Grave error. Mientras la apatía y el cinismo de la ciudadanía aumentan, el gobierno y la clase política avanza sin resistencia alguna hacia su objetivo: acaparar y agrandar al Estado y crear instituciones extractivas que los enriquecerá a costa del estancamiento de Colombia. Entre más avanza el gobierno del “cambio”, el poder de los políticos aumenta cada vez más, en detrimento de los ciudadanos.

Esto se evidencia en tres contundentes maneras. En primer lugar, las reformas legislativas han estado centradas en concentrar el poder en el Estado, debilitando el rol de los particulares en la dinámica económica, con especial énfasis en pensiones, salud, energía e infraestructura. La apatía de los colombianos frente a estos cambios poco a poco se traduce en deterioro de los servicios, escasez, mayores costos para el consumidor, baja inversión e incertidumbre.

En segundo lugar, el Estado está ampliando incesantemente su gasto de funcionamiento, a costa de los particulares, sin consideración alguna de su efectividad o eficiencia. Según el Observatorio Fiscal de la Universidad Javeriana, en tan solo cinco años el gasto de funcionamiento en el Presupuesto General de la Nación ha crecido 40%. Si esto se contrasta con el crecimiento del PIB durante el mismo periodo (16,4%), es claro que el costo del Estado se alimenta de una voraz presión tributaria al sector privado y una deuda pública creciente y su hipertrofia no es proporcional al crecimiento económico.

En tercer lugar, las reformas legislativas y administrativas están enfocadas en crear clientes electorales a cambio de privilegios, que no son más que las instituciones extractivas de las que hablan los recientemente condecorados con el premio Nobel Acemoğlu y Robinson en ‘Por qué fracasan los países’. Abundan en las políticas públicas de este gobierno derechos exclusivos y tratamientos diferenciados para grupos específicos, tales como miembros de juntas de acción comunal, empleados formales, etnias específicas o personal con ocupaciones de alto riesgo. El fin: comprar su lealtad a cambio de rentas pagadas por el resto de los colombianos.

El desenlace de este adormecimiento ciudadano es previsible. Basta ver ejemplos cercanos para entender cómo podemos terminar si seguimos pasmados ante al avance colectivista: (i) en la distopía económica de la Argentina kirchnerista, caracterizada por su leviatán estatal, insostenibilidad fiscal, inflación galopante y pobreza, (ii) en la falsa democracia unipartidista mexicana, sin separación de poderes, atrapada por el clientelismo y el estatismo o (iii) en la cleptocracia venezolana, donde una dictadura criminal expolia su riqueza, roba elecciones, condena al exilio a su población y masacra a sus opositores.

Es evidente que Colombia ya no es la estrella ascendente de Latinoamérica ni el país del año, como nos describía The Economist hace una década. Pero está en manos de sus ciudadanos decidir qué tan bajo está dispuesta a caer desde ahí.

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