Grandes interrogantes, respuestas equivocadas
En Colombia vivimos un momento de profunda confusión e incertidumbre institucional. Cada día resulta más evidente el desorden generalizado, la improvisación en la toma de decisiones, la ausencia de políticas coherentes y, por qué no decirlo con claridad, la mala fe que parece guiar a quienes hoy ostentan el poder. La gestión del actual Gobierno está marcada por una preocupante tendencia a evadir responsabilidades, a distraer con discursos vacíos y, sobre todo, a gobernar de espaldas a las necesidades reales de los ciudadanos.
A diario nos enfrentamos a nuevos escándalos de corrupción. Casos que muestran irrefutablemente cómo se vulnera la confianza pública y cómo se burlan del país entero. El gasto público se ha convertido en un despropósito sin control. Basta con revisar las portadas de cualquier medio de comunicación para encontrar ejemplos indignantes: contratos destinados a eventos que superan los $140.000 millones ¡Una suma exorbitante! Mientras tanto, lejos de revisar las causas del despilfarro, el Ejecutivo opta por remediar los efectos con fórmulas equivocadas, como una nueva reforma tributaria que, lejos de ser una solución, amenaza con agravar aún más la ya delicada situación del aparato productivo nacional y del bolsillo de todos los colombianos.
A pesar de los esfuerzos por identificar algún avance positivo dentro de las acciones de este Gobierno, la tarea resulta infructuosa. Todo parece estar contaminado por intereses políticos, cálculos ideológicos, y fines personales. La sensación es que se gobierna con una agenda propia, alejada del sentir del país, ignorando los clamores de quienes piden soluciones reales a problemas urgentes.
Resulta inconcebible que, en medio de esta crisis, el Gobierno hable de “romper la regla fiscal” o de imponer nuevas cargas tributarias, mientras continúa realizando gastos millonarios en temas realmente innecesarios, tales como asesorías de imagen y publicidad. Este no es un caso aislado: es apenas uno entre muchos episodios de mala administración de los recursos públicos. Mientras tanto, la burocracia crece, pero la inversión social no. La infraestructura está estancada, la educación debilitada y la salud en cuidados intensivos. Todo se va en gasto, pero muy poco se traduce en bienestar.
Los grandes interrogantes que enfrenta el país -la violencia, la inseguridad, la salud, el empleo, la sostenibilidad económica y financiera, la educación- se topan una y otra vez con respuestas erradas por parte del Ejecutivo. No hay un rumbo. La desfinanciación de las fuerzas armadas, la pérdida de autoridad institucional, el deterioro del sistema de salud incluyendo el desabastecimiento de medicamentos son apenas algunos de los síntomas más graves. Mientras las entidades prestadoras de salud colapsan, los ciudadanos más necesitados sufren y en muchos casos mueren en espera de atención. A esto se suma el desmonte paulatino de subsidios educativos y el uso excesivo de contratos temporales en entidades públicas para alimentar una estructura clientelista e ineficiente.
Somos uno de los países con mayor carga en el pago del servicio de la deuda, pero no se adoptan medidas serias ni responsables. Por el contrario, se ataca a los organismos internacionales que en el pasado han servido de apoyo financiero y que han contribuido a mantener algo de estabilidad.
El panorama para el próximo año no es alentador. La institucionalidad se ve cada vez más amenazada por un Presidente que insiste en dividir al país, en crear cortinas de humo para distraer la opinión pública, y en fomentar discursos llenos de resentimiento. El Gobierno Petro parece estar respondiendo con errores -pero que ya no lo parecen - sino se evidencian como parte de una estrategia deliberada, dirigida a imponer un modelo retrógrado, ineficaz y profundamente perjudicial para Colombia.
Y, si sé, parece repetitivo el tema, pero no podemos callar.
Remate. El de hoy es el tema de los pasaportes ahora manejado por un pastor. Sin palabras.