Federico Nietzsche siempre tuvo mala fama. Se crió en un hogar piadoso de pastores luteranos, donde lo ponían a leer la Biblia constantemente y, a pesar de esto, años después salió escribiendo: “¿No oímos todavía el ruido de los sepultureros que entierran a Dios? ¿No nos llega todavía ningún olor de la putrefacción divina? ¡También los dioses se pudren! ¡Dios ha muerto!”
Sí, no hay que dudar de que al hombre le gustaba el drama; era un tipo más bien excéntrico, y para colmo, su hermana, que era una ferviente nazi, falsificó sus obras póstumas para volverlas más afines a la ideología genocida y antisemita que, al parecer, a la doña le excitaba tanto.
Pero creo que vale la pena visitar un aspecto de su pensamiento, en estas épocas donde tanta gente anda por ahí asumiendo una actitud de superioridad moral bastante simplona. Una de las cosas que Nietzsche odiaba es la actitud que tenemos en Occidente de elevar la compasión y la lástima como la base de toda la ética. Para él, la lástima y la compasión le quitan al hombre las facultades más importantes, que son la vitalidad, la energía y la fuerza.
¿Por qué esto es importante? Porque pareciera que al mundo occidental le dio en algún momento por reemplazar los ideales más importantes del liberalismo: las libertades individuales, la libre empresa y la igualdad ante la ley, por los ideales de la compasión suicida, la lástima deprimente y la culpa.
El problema con la compasión es que lo único que logra es hacer sentir bien al que la siente, pero no tiene nada que ver con generar soluciones que realmente mejoren las condiciones reales de la víctima. No hay duda de que es un sentimiento noble, pero, como la rabia, nunca va a ser buen consejero para entender y tratar de solucionar los problemas.
Es por eso por lo que es ridículo que en Colombia, por compasión por los más pobres en vez de movernos a generar más riqueza, más comercio y en general más empresa (que es la receta que siempre ha funcionado), lo que estamos viendo es más regulación, más Estado y más amor y nostalgia por el socialismo.
Y por otro lado en Estados Unidos, por la culpa por la discriminación pasada contra las minorías, en vez de abrir más oportunidades de estudio y de trabajo para todos, independientemente del color de su piel o su identidad sexual, ahora andan por ahí discriminando a las mayorías a base de censuras, cuotas y una discriminación inversa sin ningún sentido.
Y, por último, por la compasión por la madre tierra, ahora tenemos que aguantarnos a que Greta Thunberg, con sus 21 años de vida y su cómoda vida en Suecia, nos dé lecciones de vida virtuosa.
En ningún caso eso es más patético que en el caso de los palestinos. La compasión suicida de Occidente lo único que ha hecho es librarlos de la responsabilidad que tienen de sus propios errores históricos y venderles la fantasía de que los nietos y bisnietos de los refugiados de una guerra que ya va a cumplir 80 años siguen siendo refugiados y, por ende, van a poder regresar.
Alguien tiene que decirles clarito a ellos y a todos los “compasivos” y “empáticos” diplomáticos y analistas occidentales que imponer ahora soluciones fantásticas como la de dos estados es una receta de ingeniería social tan estúpida como cuando los soviéticos querían definir desde Moscú el precio exacto al que se debería vender el pan en Vladivostok a 6.500 km.
Pura fantasía que lo único que hace es hacer sentir bien al personaje en Washington y Bruselas, pero que no se va a poder aplicar mientras los palestinos no se responsabilicen por sus actos, actúen como adultos y dejen de estar atados como becerros al veneno de la compasión y la culpa de Occidente.
Y es que me imagino al alemán parado en la plaza principal de Khan Younis en Gaza gritando a los cuatro vientos: “¡No creáis a aquellos que os hablan de esperanzas ultraterrenas! Son envenenadores, lo sepan o no”. Es decir, que la solución no vendrá del Corán, ni de ningún líder de Occidente empático y compasivo, sino de ellos y solamente de ellos.