Analistas 16/10/2020

Mill y el imperio de la censura

Axel Kaiser
Director ejecutivo Fundación para el Progreso

En su clásico ensayo “On Liberty”, que pocos parecen haber leído en estos tiempos, el filósofo inglés John Stuart Mill formuló una defensa maximalista de la libertad de expresión bajo dos argumentos centrales.

El primero consiste en que la verdad solo puede determinarse permitiendo competir las distintas visiones, y que jamás se alcanza definitivamente, por lo que el proceso de confrontación entre las distintas posturas no debe jamás cerrarse. El segundo es que la diversidad de formas de expresión permite el dinamismo de la sociedad, previniendo una uniformidad decadente que asfixia la capacidad de crear y progresar.

Respecto al primer argumento, Mill sostuvo que aquellos que desean suprimir una opinión alegan que es falsa, pero ellos no son infalibles y, por lo tanto, no tienen el derecho de excluir a toda la humanidad de oír esa opinión basados en la falsa presunción de su infalibilidad. Mill escribió: “Si la opinión -que se pretende censurar- es verdadera, se elimina la posibilidad de intercambiar la verdad por el error; si es falsa, se pierde lo que es un beneficio casi igual de grande: la percepción más clara y viva de la verdad producida por su colisión con el error”.

Por ello, argumentó Mill, es que la región de la libertad humana, es decir, aquella que debe encontrarse exenta del poder del gobierno y de la tiranía social, “comprende la libertad de consciencia en el sentido más comprehensivo, libertad de pensamiento y sentimiento y absoluta libertad de opinión en todos los temas, prácticos o especulativos, científicos, morales o teológicos.”

Cuando ello no es el caso y solo existe una “convención tácita” de que “las grandes discusiones que ocupan a la humanidad se consideran cerradas”, agregó refiriéndose al segundo argumento, la “actividad mental” que ha forjado los grandes períodos de la historia humana desaparece.

La defensa de Mill sobre la utilidad de la verdad y la humildad intelectual que nos debería caracterizar, lo llevó a afirmar que si toda la humanidad menos una persona está de acuerdo en una idea, eso no le da más derecho a la humanidad para censurar la opinión de esa persona que lo que ésta tendría de censurar la opinión de la humanidad entera.

Y es que la sociedad, dijo Mill, puede practicar “una tiranía social más formidable que muchos tipos de opresión política”, y si bien no suele recurrir a penas tan extremas, “deja menos medios de escape, penetra mucho más profundamente en los detalles de la vida y esclaviza al alma misma”.

Por eso, añadió Mill, la protección contra la tiranía del magistrado no es suficiente. Se necesita también la protección “contra la tiranía de la opinión y sentimiento prevaleciente, contra la tendencia de la sociedad de imponer, por otros medios que los civiles y penales, sus propias ideas y prácticas como reglas de conducta a los que disienten de ellas”.

Es difícil pensar en palabras más pertinentes para nuestros tiempos. Un imperio de la censura y la persecución de voces disidentes, disfrazado de virtuosismo moral, nos encamina crecientemente hacia formas de opresión que, como advirtió Mill, han caracterizado las épocas más oscuras de la historia humana.

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