Analistas 13/06/2020

La Revolución del Siglo XXI

Boris Spiwak
Cofounder & CEO, Qash.ai

Según The Economist, 45% de los colombianos subsiste con menos de US$2 por día, la definición internacional de pobreza extrema. El país no vivía este escandaloso nivel de miseria, en parte atribuible al colapso económico producido por el coronavirus, desde 2005. El hambre y la desesperación indudablemente gestarán terremotos políticos y la posibilidad de profundos cambios institucionales, ¿qué cambios?

La respuesta de moda es la renta básica universal. Podemos interpretarla como desarrollo natural de una sociedad petro-dependiente, donde la razón de ser del Estado se vuelca hacia ser un distribuidor de la riqueza subterránea de la nación. Pero no hay que mirar muy lejos para vislumbrar los peligros de este modelo. Juan Pablo Pérez Alfonzo, diplomático venezolano y cofundador de la Opep, famosamente tildó como “excremento del diablo” al negro bitumen en la década de los 70s. Se refería no solo al daño económico provocado por el petróleo - el conocido fenómeno de la “Enfermedad Holandesa”- sino también a su daño político e institucional.

En un petro-Estado, el trabajo del político es regalar rentas petroleras para mantener al pueblo dócil. La relación natural entre Estado y ciudadano se invierte en la medida que estos últimos se vuelven dependientes de la generosidad de sus gobernantes. Populistas babean y entonan cantos de sirena, luchando por su turno en la gestión de los petrodólares de la nación, mientras diseñan mecanismos para sacar su provecho. La corrupción y la búsqueda de rentas florecen, creando todo tipo de instituciones e incentivos perversos. Décadas de investigación demuestran que, ceteris paribus, los petro-Estados son menos democráticos, más pobres, más corruptos, y más susceptibles a conflicto interno.

Pero el petróleo no es destino. Noruega, uno de los países más ricos del mundo, ha logrado un complejo equilibrio al volverse el mayor exportador de petróleo de Europa, sin convertirse en un petro-Estado. Debe su éxito, en gran parte, a instituciones que imponen severas restricciones sobre el uso de sus rentas petroleras. El fondo soberano de Noruega, el más grande del mundo, por ley invierte únicamente en el extranjero. Esto limita el crecimiento del Estado y obliga a los políticos a depender de los ciudadanos y de sus impuestos, aumentando la transparencia y la rendición de cuentas. El caso noruego demuestra que arreglos institucionales creativos pueden superar la llamada maldición de los recursos.

En ese orden de ideas, propongo un modelo alternativo de renta básica universal para Colombia: dividir el 88,5% de participación en Ecopetrol que tiene el Estado en 45 millones de acciones idénticas, y obsequiar una acción a cada ciudadano como privilegio y derecho de nacimiento. Al quitar la intermediación del Estado, las utilidades de Ecopetrol llegarían directamente y por igual al bolsillo de cada colombiano, regando “dinero helicóptero” entre los más vulnerables. En 2019, cada ciudadano-accionista habría recibido alrededor de $275.000 gracias a los dividendos.

Si este “dividendo ciudadano” creciera con la inflación, y todos los ingresos se reinvirtieran y rindieran un 3% anual en términos reales, cuando un ciudadano nacido hoy cumpla 18 años, tendría $12,3 millones en su cuenta de ahorros, suficiente para pagar buena parte de una educación universitaria privada. A los 25 años tendría mas de $25 millones, suficientemente para que una pareja pague la inicial de una vivienda.

Esta medida mejoraría las posibilidades de lograr varios objetivos fundamentales de desarrollo, como reducir la pobreza y la desigualdad, lograr la bancarización universal, y aumentar el acceso a la educación superior y a vivienda propia. Pero en lugar de afianzar una cultura de dependencia del Estado, crearía una sociedad capitalista de ciudadanos-accionistas. Esto inocularía al país contra el tipo de demagogos y revolucionarios que han provocado la implosión de Venezuela, al tiempo que cataliza la economía de las regiones más aisladas y pobres del país. En resumen, sería la verdadera revolución del siglo XXI.

El ministro Carrasquilla sin duda objetará que el Estado colombiano es inviable sin sus dividendos de Ecopetrol. Pero es terrible desperdiciar una crisis, dice el viejo cliché, y el coronavirus nos ha llevado a un punto de inflexión. Podemos aprovechar el momento y abrir un debate nacional que construya un nuevo contrato social, uno que necesariamente cambie la relación entre gobernantes y gobernados, reduzca de manera significativa y permanente el tamaño del Estado, y ayude a nuestros gobiernos a cortar su adicción al petróleo.

Opino que vale la pena abrir este debate, y el momento es ahora. Un modelo ciudadano-accionista de ingreso básico universal sería más justo, más eficiente, más transparente, y más liberal que otras alternativas. Enviaría dinero donde más se necesita, auxiliando a millones de personas desesperadas y apoyando la recuperación económica post-coronavirus. Ayudaría a convertir el subsuelo colombiano en dólares antes de que el petróleo se vuelva obsoleto, y permanezca bajo tierra para siempre. Al crear la primera compañía verdaderamente pública del mundo, haría de Colombia un pionero en política social y un innovador global. Protegería al país de charlatanes y encantadores de serpientes. Y para el partido político que lo implemente, las recompensas electorales serían duraderas.

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