Analistas 26/10/2013

Comer borugo

Brigitte Baptiste
Rectora de la Universidad Ean

El argumento para restringir el consumo de hicotea en las ciénagas del Caribe, o de chigüiro en el llano, o de venado en los bosques secos, es claramente el resultado de una mala interpretación del principio de precaución y de recetas ambientalistas genéricas, a partir de las cuales mucha de la gestión de la biodiversidad colombiana invoca, sin mayor sustento, el riesgo de extinción de las especies y define el aprovechamiento de la fauna silvestre como algo inherentemente destructivo del ecosistema. Las barreras no solo provienen de la normatividad ambiental: el Invima se ha constituido en uno de los instrumentos más eficientes para la destrucción de la diversidad cultural colombiana, en aras de “modernizar” y homologar los patrones de consumo locales con los de la civilización globalizante. Bajo el pretexto de proteger la salud, decenas de plantas medicinales no pueden ser utilizadas oficialmente en el tratamiento de enfermedades que recargan el POS innecesariamente; decenas de productos del bosque no pueden ser incorporados en cadenas de valor por no cumplir normas higiénicas importadas, y no tardaremos en obligar a que los quesos se envuelvan en neumático reciclado (para darles el plus de la “conciencia” ambiental) como alternativa a la hipotética extinción de la hoja de bijao. 

Las prácticas locales, las tradicionales y las que provienen de la innovación adaptativa de las sociedades rurales que han utilizado la biodiversidad por milenios, son sistemáticamente discriminadas, excluidas y costosamente ignoradas en un país que reclama alternativas a la pobreza, la exclusión y se precia en los eventos internacionales de su patrimonio natural. Todo lo contrario a los países del sur del Asia, solo para citar un ejemplo, donde el ejercicio cotidiano del aprovechamiento de fibras, colorantes, maderas, peces, invertebrados, flores, esencias, constituye la base de prácticas apreciadas y valoradas universalmente, así en muchos casos no compartamos su expresión estética. 

Yo, que ni siquiera logro hacerme amiga del chontaduro, no dejo de reconocerlo como uno de los productos más importantes de la dieta colombiana, y uno de los aportes a la seguridad alimentaria nacional con mayor potencial. Pero ejemplos hay miles, en un país donde la variedad de palmas solo la rivalizan Indonesia y Malasia. Detalles, se diría, patrones de consumo de minorías, casos aislados que iremos superando a medida que se diluye la diversidad en ese marasmo simplificado de la cotidianidad urbana, agradecida por disponer de carne de vaca y cerdo, que para ser producidos requieren cambios profundos en el uso del suelo, de las prácticas productivas, de las cadenas comerciales y del sentido de la vida.  

No sugiero que para ser colombiano haya que consumir masivamente borugo: no se trata de eso. La idea es, como el mismo Ministerio de Cultura promueve con su reciente y hermosa colección de cocina colombiana, defender la riqueza del pensamiento local y el vigor de las sociedades que lo enriquecen y transforman cada día para disfrutar la herencia natural espléndida que tenemos. Un grupo de reconocidos investigadores de la U. de los Andes presentó en días pasados una visión de las políticas que se beneficiarían de reconocer este hecho, en especial en tiempos de paros agrarios y movilizaciones indígenas que reclaman el reconocimiento a su diferencia, desdibujada por la incapacidad de la norma y las instituciones de entenderla. Pero mientras no podamos ni siquiera hacer investigación sobre los usos de la fauna, incluido el diseño de cotos de caza, por ejemplo, seguirán pasando miles de borugos por los caminos del tráfico ilegal, moviéndonos más y más cerca de un modelo mafioso de gestión de recursos naturales.