En una oportunidad encontré en el Amazonas, en una maloka Andoque, un texto de catecismo con leones, cabras y jirafas descansando al pie de una rubiedad semidesnuda con su Adán, como referencia de lo ideal... La serpiente, por supuesto, no era la pródiga anaconda, creadora del mundo indígena, ni la sanadora hipocrática, sino una lujuriosa Lilith sumeria, primera mujer-mítica, ansiosa de autonomía, quien ya había sido desplazada y deslegitimada por la Eva que conocemos, más sumisa, la “costilla” familiar. Un mito esclarecedor del origen del pensamiento patriarcal occidental que justificó el empuje “civilizatorio”, la expulsión y desaparición de los pobladores inmorales de una naturaleza que requería domesticación y un orden territorial y económico cada vez más estrecho, para pensar en esta semana de recortes democráticos a la ciudadanía Lgbti o de críticas a la consulta previa en territorios colectivos.
El tema, que parece inconexo, no lo es en absoluto: es el conjunto de pobladores de un territorio el que define instituciones (formales o informales) para regular qué se hace, dónde, cómo. Un conjunto que siempre es móvil, dinámico, susceptible de ser pensado, guiado y que, de no hacerse, queda en manos de la competencia salvaje. Claramente, una política pública y explícita de poblamiento, que falta en Colombia, que reemplace las narcoactividades, la guerra, la espontánea y cruel rapiña por los recursos.
Si la narrativa bíblica nos hace pensar con el deseo categorías territoriales como parques nacionales sin actividad humana, páramos prístinos, playas intocadas, bosques inmaculados, donde aún usamos la palabra “virgen” para referirnos a cierta naturaleza paradisíaca, se deduce que hay que excluir tanto a mineros, petroleros, hoteleros como agroindustriales y campesinos. Indígenas y afrocolombianos no, curiosamente: ellos tienen claves para la conservación, son naturales en el pleno sentido de la palabra, “propios”. Pero que ni se les ocurra cambiar de oficio! Un problema adicional: los pescadores artesanales, que viven en lo público, los humedales, si logran sobrevivir a la apropiación violenta de quienes, al desecarlos, hacen inviables sus modos de vida. Una visión maniquea y simplista del adentro y el afuera, llena de líneas, que debemos superar.
Las definiciones del uso adecuado del territorio deben provenir de la combinación de gentes, conocimiento apropiado/tecnología y potencialidad ecológica. Algo que aún no afrontamos y subyace al conflicto armado: la colonización sigue, moviendo violentamente actores por el territorio, y no cesará en tanto decidamos no sólo qué es lo lícito y conveniente trabajar, su ubicación, sino la forma en que debe hacerse. No es lo mismo un pequeño productor campesino del páramo, cuya familia llegó luego de ser expulsada de todos los “paraísos” previos, y se vio obligada a aprender a sobrevivir con su ingenio y voluntad, que un inversionista agroindustrial que paga arriendo por tierras que apenas conoce, contamina y abandona. Tampoco es lo mismo una empresa responsable e innovadora que busca entender el ecosistema y producir de manera justa y limpia, que un especulador sin origen cuyo fin es multiplicar el oro con las reglas del sistema bancario. Por eso importa entender a los actores: las reservas campesinas serán opciones, con buen manejo; la ganadería sostenible privada, igualmente.
El ordenamiento socioecológico del país requiere una política poblacional que no cause más desplazamientos empobrecedores, que promueva la seguridad ambiental y el buen uso de los recursos en todas partes. ¿Cuál es el gato para ese cascabel?