La eventual consolidación de la energía de fusión como fuente inagotable de electricidad para la humanidad plantea una transformación radical de la discusión sobre el (de)crecimiento. ¿Qué sucedería si dispusiéramos de capacidades ilimitadas de transformar y reconvertir la materia en una nueva revolución industrial donde la circularidad, para citar un solo ejemplo, no estuviese limitada por el costo del transporte y el reciclaje alcanzase eficiencias no previstas? ¿Podríamos limpiar rápidamente nuestros ríos de mercurio y los océanos de plástico, utilizando en positivo nuestra experiencia en minería?
En los ecosistemas dominados por entidades biológicas la productividad está limitada por la fotosíntesis y otras formas bioquímicas de producir energía que permiten la vida en lo profundo del océano, las fuentes termales y otros ambientes extremos para los humanos. Con energía infinita la colonización de planetas y satélites jovianos se liberaría de la Ley de Liebig derivada del crecimiento de los organismos, que a escala terrenal plantea unos límites muy claros que han delineado la discusión acerca del crecimiento de nuestras civilizaciones, atadas al problema del uso del carbón y el petróleo. Obvio, no hay más minerales de los que hay, por mucha energía que generemos, pero serán la Luna, Marte y los asteroides la fuente de nuevos materiales, extraídos con robots, como ya se comienza a hacer en nuestro propio planeta.
El logro prometedor de la energía de fusión eficiente, anunciado a finales de 2022, es producto de una agenda de 60 años de colaboración entre grandes centros de ciencia públicos y privados de los Estados Unidos y Europa, con una financiación continua al programa del Livermore Lab y la National Ignition Facility. Pasarán décadas antes de que la energía de fusión sea una fuente cotidiana y accesible para toda la sociedad, pero es indudable que, junto con las tecnologías del hidrógeno, liberarán al planeta por siempre del uso de energías fósiles, que no desaparecerán nunca por decreto, sino gracias a la innovación.
A Colombia le corresponden otros retos, no el de la energía, pero sí el de la biodiversidad: en nuestras manos está gran parte de la responsabilidad planetaria para salvar y utilizar la riqueza genética derivada de una evolución más antigua que la del carbón y el petróleo para restituir las funciones ecológicas destruidas por el Antropoceno. De no hacerlo, toda la humanidad se verá obligada a vivir como si estuviésemos en Marte, aislada del entorno inmediato, debido al caos climático de su superficie.
Por eso los anuncios de los ministros Muhamad y Luna para articular y enfocar mejor el trabajo de los institutos del Sina son fundamentales, hay suficientes capacidades y recursos para una revolución si superamos las proverbiales limitaciones de gobernanza y financiación: podríamos tener el equivalente del proyecto Manhattan en biodiversidad, nuestra “fusión bio”, una gran “iniciativa Chiribiquete”, panamazónica, por ejemplo, para salvar al mundo del colapso ecosistémico. Y como ni la fusión ni las biotecnologías resuelven nada por si solas, se requiere una sociedad organizada, con debates abiertos y educación democrática, crítica y de calidad para la construcción de conocimientos para el bien común, que nunca pueden estar en manos de unos pocos, ni de autócratas, que abundan.