Manjar verde: el dulce legado de la COP16
Unas amigas de la Cámara de Comercio de Cali me preguntaron hace pocos días cuál podría ser un resultado significativo y perdurable de la COP16 a realizarse en Cali entre octubre y noviembre de este año. “Algo equivalente a lo que nos dejaron los Juegos Panamericanos en su momento, y que toda la ciudadanía valora y disfruta desde entonces”. Una moneda conmemorativa, pensé inmediatamente, recordando la que mi tío Diego, siempre atento a los embelecos, me regaló. Arbolitos, pensé luego. Un gran bosque. Les transfiero la pregunta, que con razón reflexiona acerca del legado de los grandes eventos globales, más allá de la ocupación hotelera y el carnaval popular, dado que el 2 de noviembre, concluida la reunión con éxito, hechos los acuerdos, escuchado los discursos, sólo quedará la basura en las calles para barrer y una escasez de lulo y chontaduro que tal vez perdure por algunas semanas.
Reflexionando acerca del significado de las Metas 2030 en biodiversidad que adoptó como carta de navegación el Convenio de Diversidad Biológica en diciembre de 2022, el “Marco de trabajo de Kunming-Montreal”, en la COP15, metas que comenzarán a evaluarse en una carrera contra el tiempo y llena de obstáculos (“Detener la pérdida de biodiversidad planetaria para el 2030 y recuperar la destruida”, en síntesis), me atrevo a hacer mi propia sugerencia: si de los Juegos Panamericanos de 1971 heredamos infraestructura deportiva olímpica, de esta reunión deberían quedarnos al menos 10.000 hectáreas de selvas del Valle del Cauca regeneradas. Infraestructura ecológica de escala regional para las próximas generaciones, un reconocimiento a la biodiversidad que sacrificamos en algún momento para endulzar nuestros paladares, producir ron, celebrar la vida. Un aporte a la humanidad mediado por las empresas azucareras del Valle del Cauca y que la ciudadanía mecatera del planeta pueda apoyar mediante la compra de una línea especial de manjar blanco, a perpetuidad. Unos ponen la tierra, otros la renta cañera sacrificada para recuperar unos de los ecosistemas más exuberantes de nuestro país, que desapareció con el advenimiento de los cañaduzales. Los gobiernos, por supuesto, con exención de deuda externa, cooperación internacional o presupuesto ciudadano, harían lo suyo, instituciones hay.
10.000 hectáreas de nuevas selvas no son nada, hoy día se cultivan cerca de 250.000 sólo en caña, pero son costosas, lo entiendo. Habría que definir con base en los mapas agroecológicos del Valle del Cauca su mejor ubicación, diseñar el paisaje de la biodiversidad del 2050 en la región (no con los peores suelos, al contrario), poner en marcha el mecanismo de recaudo y funcionamiento del fondo dulce de la biodiversidad, todo lo cual sabemos hacer hace años. Unir fuerzas entre los empresarios, la ciudadanía y el Estado para recuperar, con carácter, la estructura ecológica de una cuenca con una historia no menos compleja que la que hoy afecta la Amazonía y que nos tiene con los pelos de punta. Un esfuerzo intergeneracional que demuestre al mundo que Colombia, en medio de los conflictos, las restricciones económicas, la polarización ideológica, es capaz de encontrar algo de paz, no solo con la naturaleza, como es el lema que guiará la COP, sino entre las personas. Un aporte delicioso al bienestar global de humanos y biodiversidad compartiendo el territorio. El manjar verde de la COP16 está servido.