En esta modalidad casi posthumana de teletrabajo, mediada por las plataformas de comunicación digital que controlan la globalidad, hay un punto en que toda reunión virtual se interrumpe por la voz impaciente de un niño que, sin ser visto, reclama la atención orgánica y en vivo de su papá/mamá, apéndices cíborg de sus instituciones, con controles férreos establecidos desde la administración pública para no salir. A veces no son niños, sino gatos caminando en los teclados. Las madres con bebés, destruidas, ya no se arriesgan a salir en pantalla: escucharemos el colapso de varias en los próximos días de vacaciones escolares, así como el incremento de intentos de estrangulamiento intrafamiliar de no construirse acuerdos equitativos de cuidado doméstico, necesariamente apoyados por las instituciones donde se labora, pues sin abuela y sin escuela nadie, hombre o mujer, puede disponer de 8, 10, 12 horas continuas de conexión laboral “asistida por tecnología”.
La conectividad remota, ese nuevo ambiente de trabajo de una parte de la humanidad, inauguró una actividad de alto riesgo sicológico con los “centros de contacto”, donde unas 8 millones de “personas humanas” laboraban ya en 2015, según la OIT, y quién sabe cuántas con una informalidad tremenda, en condiciones espeluznantes. Hoy reúne todas las personas que estamos vinculadas a la prestación de servicios, incluida la docencia.
Pero el teletrabajo devora, y no tan lentamente, las experiencias del cuerpo en movimiento, con efectos mixtos en la salud física y mental, y con consecuencias intrigantes en las identidades dada la progresiva consolidación de la realidad virtual, el nuevo ecosistema: lo que parecería una gran liberación tecnológica para la humanidad podría ser una trampa mortal para apartar la presencialidad de un planeta atestado, donde solo los muy ricos disfrutarían la experiencia sensorial directa de una playa, bucear, caminar por las montañas. El resto de los mortales, atrapados por la “gamificación”, quedarían a expensas de su ancho de banda, la nueva moneda del bienestar.
Por ahora, buscamos palabras para el hábito de vestir parcialmente (no me refiero a les modeles webcam) en reuniones donde se requiere mantener la cámara activa para no “fantasmiar” mientras se discuten temas corporativos, pero pronto comenzaremos a adoptar en la cotidianidad una etiqueta y hábitos que solo existían en “Second life”, donde podemos manifestarnos como clones de la rana René o de Marylin Monroe, algunos de los avatares más mercadeados. Tendremos más opciones de desplegar una vida virtual compleja, con todos sus efectos retroalimentadores en la orgánica. Entretanto, jugamos con nuestros pequeños estudios de transmisión en casa, decorando algún rincón, poniendo luz, un fondo de pantalla atractivo, ensayando maquillaje.
En poco tiempo nuestros avatares empezarán a hacer pinitos, inicialmente discretos, similares a nuestros cuerpos orgánicos…rejuvenecidos y con trazabilidad blockchain. Incluso, luego, más politizados, podríamos asumir más autoría y en un movimiento artístico sin igual consolidar una revolución psicoestética en la que mutemos a seres de múltiples manifestaciones. Mientras, ante el riesgo de quedarnos a vivir en piyama y sin bañarnos, si nuestro destino ha de ser la Matrix, que nos ahorren las etapas experimentales intermedias.