Analistas 10/05/2022

Por la boca muere el pez

Brigitte Baptiste
Rectora de la Universidad Ean

El efecto inmediato de la prohibición de la pesca deportiva que acaba de decretar la Corte Constitucional es la pena de muerte para los peces. Y la desaparición de una porción importante de las economías regionales, que viven de los servicios a los turistas pescadores, aunque este no es el argumento central para cuestionar la decisión.

Los demandantes que detonaron el fallo, al argumentar la incertidumbre asociada con el sufrimiento causado a un pez cuando se le captura (o se libera), no dejan otro camino lícito al pescador que sacrificarlo y consumirlo. Esa es la opción que queda para las miles de personas que fueron éticamente cuestionadas por sus preferencias y que, de paso, generaban trabajo en zonas distantes del país, pues la afición a la pesca contribuye con la conservación, no produce un impacto ecológico negativo, y no dejará de existir porque haya un grupo de personas a quienes les parece que son inaceptables las motivaciones que otras tienen para practicarla.

No pesco por deporte, pero en casa me enseñaron a disfrutar la pesca a condición de consumir lo capturado, valorando la vida sacrificada, algo que seguiré haciendo con respeto y gratitud hacia las demás especies, y promoviendo la protección de sus hábitat, la prescripción ancestral de los pueblos indígenas, el pagamento.

La pesca deportiva, tanto marina como de agua dulce teje una relación material muy concreta entre una porción ínfima de la población de peces silvestres involucrada, que implica una combinación de muchos factores, dentro de los cuales está el azar, la genética, el ingenio y la destreza, que del lado humano sólo funcionan cuando se ha desarrollado un profundo y valioso conocimiento acerca del hábitat y el comportamiento de las especies.

Sin la pesca deportiva, queda ratificado el utilitarismo como única motivación lícita para ir a capturar un pez, pues el valor que le da el deportista a su experiencia ha sido descartado de un plumazo. Hacer desaparecer una forma de relacionamiento emocional de miles de personas, generalmente habitantes de la ciudad, con su entorno, definitivamente contribuye al olvido de lo silvestre como parte de la realidad: al fin y al cabo, si ya ni siquiera se puede salir a pescar, nos quedamos en casa viendo televisión y comiendo tilapia ¿humanamente criada y sacrificada? El efecto inmediato de esta incapacidad de habitar e interactuar con otras especies determina, paradójicamente, la imposibilidad de la conservación; la vida se virtualiza, pasa al metaverso, donde se pueden recrear todas las experiencias, con más adrenalina incluso, pero también con más huella ecológica: pescar en los universos digitales también trae consecuencias en el más acá, incluida la extinción.

Pero estando conectados, pasará inadvertida…

Bajo esta interpretación del principio de precaución, además, en cualquier momento toda la pesca quedará prohibida, también el uso ornamental, pues la muerte de los peces para su consumo o su vida extendida en cautividad son hecho real y contundente. Juzgar la frontera del goce o presumir la de sufrimiento es atrevido, por otra parte: la captura del almuerzo en una ciénaga queda cuestionada por las preferencias culturales de ciertos sectores de la sociedad que se transforman en normas excepcionalmente simplistas impuestas a terceros y con efectos potencialmente muy distintos a su intención.

¿Para prevenir el sufrimiento, mejor la muerte?

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