Los inversionistas, como las especies biológicas y los candidatos en elecciones, combinan dos tipos de estrategias para garantizar su éxito: una propicia para los periodos estables que brindan rentabilidad baja pero segura, otra propicia para los momentos de crisis, que abren oportunidades para los más arriesgados. La evolución de los sistemas complejos produce ambas estrategias y depende de ellas, ya que el tejido de interacciones económicas, ecológicas o sociales es, por definición “panárquico”.
La noción de panarquía, propuesta por Paul Emile de Puydt en 1860 es una perspectiva del orden de las cosas en la cual existe una forma de gobierno capaz de incluir todas las demás, un régimen que rige la combinación de decisiones contradictorias, el campo natural donde se resuelven las libertades o las restricciones de las cosas. L Gunderson y C. S. Holling, en su libro “Panarchy: Understanding Transformations in Systems of Humans and Nature” apelan a la panarquía para describir el comportamiento de fenómenos no jerárquicos, es decir, producidos por fuera (y a pesar) de la autoridad de cualquier agente que pretenda dominar el sistema. Puede ser, en esos términos, aplicable a las ciencias políticas, la administración de empresas, o la dinámica de los ecosistemas.
Una de las derivaciones más interesantes de esta perspectiva teórica es la noción de punto de quiebre para identificar los momentos críticos en que un sistema resuelve sus tensiones, las cuales no se deciden desde ningún punto específico del sistema: cuando un gerente ya no convence a su junta directiva de que es capaz de corregir una tendencia negativa persistente, cuando un presidente no logra mantener cohesión entre los representantes de las diversas fuerzas sociales, cuando los cambios en la estructura y composición de las especies de un bosque representan un evidente empobrecimiento. En los tres, rápidamente, el colapso “se hace cargo” y dependiendo de las cualidades del contexto, precipita al sistema en una temporada de caos durante la cual nada controla nada, y la naturaleza de la complejidad promueve decenas de experimentos de reconexión o reestructuración de los cuales habrá de emerger, con el tiempo, un nuevo esquema de estabilidad. Este momento también representará un punto de quiebre, solo que nada garantiza que el nuevo estado estable producido sea más propicio para todos los agentes: el planeta puede reacomodarse en un par de millones de años a la crisis ambiental… excluyendo la especie humana.
Concebir la complejidad como inspiración de la sostenibilidad es la propuesta de Ángela Espinosa y Jon Walker (2011) en tiempos de múltiples incertidumbres: uno puede navegar las turbulencias del río si sabe hacer “rafting” o puede salirse del cauce antes del punto de no retorno. A escala planetaria, lamentablemente, solo queda la primera opción. Identificar los puntos de quiebre en los sistemas es una de las habilidades que aún no se enseñan ampliamente, pues predomina la creencia de que un buen capitán (ojalá un robusto macho de pelo en pecho) es capaz de imponer su voluntad a la corriente.
Transitar de un estado estable a otro es como moverse ente universos paralelos: nadie sabe que hay al otro lado, pero quedarse en el propio es una condena entrópica. Hasta los astrofísicos están hablando de ello. Podemos diseñar el salto cualitativo hacia la sostenibilidad en la economía colombiana, evitando el punto ambiental de no retorno. Pero que hay que dar el salto es inevitable.