El paso de la sociedad por el planeta ha modificado sustancialmente su funcionamiento: ese es el principio generador de la pregunta ecosistémica, enfocada en los efectos de las transformaciones humanas del territorio. Por décadas la academia aplicó el método experimental para demostrar vía comparación la letalidad o inocuidad de los efectos de la intervención humana, con el gigantesco problema de ser juez y parte: siendo los perpetradores del cambio, muchas indagaciones ambientales acabaron por resultar triviales o autoevidentes: “el río está contaminado”. Descubrimos que el fundamento técnico neutral para tomar decisiones complejas respecto al ambiente en que queremos y podemos prosperar era epistémicamente débil o quimérico, todo lo más, inconveniente.
La afirmación hecha en el párrafo anterior no significa que las disciplinas de los ecosistemas sean inútiles, todo lo contrario: reitera la necesidad de que sean tratadas como proveedoras de insumos para la toma de decisiones, que es lo que esta columna ha tratado de hacer durante algunos años ya. Conceptos como la integridad o resiliencia ecológica, la conectividad espacial, la riqueza genética o de especies, su abundancia o la dependencia de la funcionalidad biológica del territorio a diversas escalas o plazos son fundamentales a la hora de planificar o recomponer las actividades humanas, pero no pueden analizarse independientemente de la discusión ético-política, central a los proyectos colectivos, bien sea que deriven en unos principios o procedimientos para la realinderación de las reservas forestales, como se debate en estos días, o bien para un ajuste de las estrategias minero energéticas del país: la ciencia, sin las preguntas sociales, solo puede entregar escenarios con proyecciones relativamente (in)ciertas del devenir de las intervenciones.
Qué clase de ecología utiliza un régimen para decidir tal vez sea una pregunta más relevante para indagar por qué fenómenos como la deforestación, la intoxicación de ríos con mercurio o la contaminación del aire de las ciudades, que no necesitan grandes esfuerzos académicos para ser visibles y producen suficiente hambre y pobreza, no se resuelven. Dónde se ubica esta ecología en un régimen, sería entonces la pregunta complementaria. Por ahora, la institucionalidad parece anclada en la idea de que hay un ministerio responsable de ello, pero la realidad muestra las limitaciones de esta perspectiva: el poder ejecutivo local, alcaldes y gobernadores, por ejemplo, agencias de desarrollo sectorial mineras, energéticas o de infraestructura aún se destacan más por su analfabetismo y arrogancia ecosistémicas (con honrosas excepciones), mientras que agremiaciones u organizaciones de la sociedad civil los cuestionan ante la evidencia de los efectos letales de sus decisiones o inventan la evidencia ante el desacuerdo ideológico o la defensa de intereses privados. Mientras educación, agricultura o hacienda no crean que requieren ecología y no construyan una perspectiva propia de ella, no hay posibilidades de construir un modelo acordado y sostenible de las transformaciones del territorio.
Tal vez cierta ilustración ecológica debería ser un criterio en la configuración de un gabinete de gobierno en un estado más moderno, consciente de las condiciones del Antropoceno. De lo contrario la cartera de ambiente siempre será centro de matoneo; sin presupuesto.