Valores ambientales vs. arbitrariedad política
Con el reciente anuncio de la declaratoria de un área de reserva minera en la región de Santurbán se consolida la tendencia al mal uso del principio de precaución con el fin de alimentar agendas políticas que aprovechan el miedo y la frustración ciudadana, asociados con el deterioro ambiental del planeta. Cuando más deberíamos tomar decisiones serias y serenas basadas en un cuidadoso análisis de sus efectos, acudimos a medidas autoritarias que, aparentemente basadas en la voluntad popular o la acción de la sociedad civil, destruyen las posibilidades de generación de bienestar para las futuras generaciones.
El argumento que se esgrime para reprimir la gran minería, porque se trata de una acción represiva, no es ecológico, es ideológico. La “lucha contra las multinacionales”, una idea que originalmente pretendía proteger los territorios del extractivismo, se ha venido convirtiendo en panfleto utilizado para juzgar de manera general todas las inversiones que se hacen con base en capital extranjero, donde se acusa a los gobiernos nacionales, cuando conviene, de haber “vendido al país”.
Casos habrá, y las negociaciones que se hacen con grandes corporaciones son excepcionalmente complejas y distantes del público general, por desgracia, y no siempre terminan por favorecer los intereses nacionales, pero partir de una premisa paranoica impide reconocer la evolución de la economía y la institucionalidad global, incluido Escazú, y solo nos conduce al aislamiento y el empobrecimiento local.
El mundo está conectado, y aquellos que predican la premisa del efecto mariposa bien deberían saber que también las inversiones internacionales, con la trazabilidad y regulación a que haya lugar, son fundamentales para la construcción financiera de la sostenibilidad: ¿no es eso lo que se reclama, acaso, en las frustradas cumbres ambientales globales?
El argumento ético por la vida se pretende justificar sólo con la pasión y el arrebato, mientras la ciencia, que también es conocimiento apasionado, se va al basurero. Se frotan las manos los falsos líderes ambientales, ávidos de los votos de una sociedad aterrada por una crisis climática y de biodiversidad que la enfurece, sin darse cuenta de que la salida que les plantean es más pobreza: si la justicia ambiental no se logra en la sociedad de consumo, tampoco se logrará en la del autoritarismo, que disfraza la pobreza de sostenibilidad.
La minería es una actividad legítima y legal, necesaria, que está siendo juzgada por una estética tan colonialista como la que la cuestiona. También, porque los proyectos mineros son blanco fácil de los apetitos de la corrupción, que la mal llamada informalidad, que es ilegalidad, fomenta. Obvio, los accidentes mineros juegan un papel importante en la percepción del público, y los pasivos mineros existen, pero ello no es motivo suficiente para condenar a ningún territorio a privarse de los beneficios que atrae una industria extractiva regulada y manejada responsablemente. Que sea oro, cobre, caliza, gravilla, esmeraldas e incluso carbón, no hacen de la actividad una amenaza como algunos pretenden. La amenaza es creer que la bioeconomía se autogenerará sin minerales o en el plazo suficiente para sostener un país que ensalza los modos de vida ancestrales pero que nunca sería capaz de vivir en sus circunstancias.