Condenados a la corrupción
miércoles, 8 de mayo de 2024
Camilo Guzmán
¿Está Colombia condenada a la corrupción? Parece que sí. Los escándalos de corrupción son un problema que trasciende gobiernos y partidos. Los recientes acontecimientos muestran que la corrupción se ha incrustado en la esencia misma de nuestra sociedad. Es un fenómeno sistémico que, lejos de limitarse a casos aislados, afecta las bases morales de la ciudadanía.
Es crucial entender que la corrupción no es un problema exclusivo de los políticos; está arraigada en la moral de nuestra sociedad. Cada ciudadano tiende a ser corrupto en la medida de sus posibilidades. No respetar normas es tan común que ni siquiera lo cuestionamos. Ejemplos cotidianos como no respetar una fila, colarse en el transporte público o utilizar contactos para acelerar trámites reflejan la ausencia de valores y respeto hacia los demás. La cultura del “avispado”, donde el “vivo vive del bobo”, ha causado un daño profundo a nuestra sociedad.
El problema afecta a todos los niveles socioeconómicos, regiones y culturas. Incumplir las reglas se ha normalizado, mostrando un consenso tácito de que esto es aceptable. La corrupción se ha vuelto sistémica, y no basta con señalar a quienes aceptan sobornos; debemos reconocer también que muchos están dispuestos a ofrecerlos para conseguir un beneficio.
Es menester reconocer que existe una relación entre el tamaño del Estado y la corrupción. El Estado colombiano ha crecido desmesuradamente, superando al de muchas naciones desarrolladas cuando tenían un nivel similar de desarrollo. Según el Banco Interamericano de Desarrollo, Colombia pierde cerca de 4,8% del PIB en ineficiencias y filtraciones, un desperdicio masivo de recursos que podrían destinarse a programas cruciales para mejorar la calidad de vida.
Los políticos, por su parte, se benefician de este sistema, enriqueciéndose de forma rápida sin generar indignación. Pasan de vidas modestas a construir mansiones multimillonarias en cuestión de meses, mientras disfrutan de privilegios desmesurados: caravanas de camionetas blindadas que abusan del espacio público, asientos privilegiados en eventos, vuelos en primera clase, al tiempo que miran con desprecio al ciudadano promedio, quien con gran esfuerzo paga impuestos para costearles ese estilo de vida.
La solución comienza con mirarnos el ombligo. No basta con indignarnos por la corrupción pública y política; debemos cambiar aquellas prácticas que justificamos, pero que también son corruptas. Debemos erradicar la idea de que ser “avispado” es pasar por encima del otro, y en su lugar, respetar las reglas básicas de convivencia.
En cuanto al Estado, necesitamos reducir su tamaño hasta que nuestra sociedad sea moralmente superior. Baltasar Gracián lo expresó claramente: “Si el Estado es malo, es preferible que sea pequeño. Una persona responsable no le entrega una navaja a un mono borracho”.
Como país, debemos rechazar de una vez por todas el suntuoso estilo de vida de la mayoría de los políticos. Nos hemos acostumbrado a sus privilegios. Un político no debe tener una vida tan inmensamente superior a la del ciudadano promedio, menos aún si los recursos provienen de nuestros impuestos.
La corrupción no desaparecerá de un día para otro, pero comienza con el cambio en cada uno de nosotros. Cumplir las reglas, respetar al prójimo y reclamar un gobierno responsable y transparente. No podemos permitir que esta bomba siga explotando.