En 2019, la consultora McKinsey publicó el libro “Reimaginando a Colombia”. En él, el maestro Carlos Vives fue invitado a escribir un capítulo. En su contribución, Vives formuló una pregunta incómoda que nos incita a la reflexión y que debería llevarnos a una profunda conversación en Colombia: ¿Qué futuro tiene un país si el éxito es poder huir de él? Recientemente, conocimos los resultados de una encuesta publicada por CID Gallup que medía la intención de los habitantes de los países de América Latina de emigrar a otro lugar si tuvieran los recursos para hacerlo. El resultado para Colombia es desalentador: 49% de los encuestados lo haría. Colombia quedó en primer lugar entre los países de Latinoamérica, incluso por encima de Venezuela.
Hace dos semanas, dicté una conferencia sobre cómo la libertad económica nos haría vivir mejor en la Universidad de Caldas, en Manizales. Antes de comenzar, hice al auditorio una pregunta similar. Alrededor de 90% de los estudiantes levantó la mano cuando les pregunté si se irían de Colombia. La semana pasada, impartí otra conferencia, esta vez en una gran, importante y exitosa empresa de Medellín. Nuevamente, repetí la pregunta, esta vez a un público de profesionales con buenos salarios y estabilidad. El 74% manifestó que emigraría a otro país si pudiera, y este público ciertamente tiene la capacidad de hacerlo.
La desesperanza parece ser la emoción que resume el sentir de la mayoría de los colombianos. No parece ser solo por la situación económica, pues la respuesta es la misma tanto en estudiantes a los que la desaceleración económica afecta, como en empleados de grandes y exitosas empresas que disfrutan de estabilidad. Nos encontramos ante un discurso político dominado por el odio, la división y el renacimiento de resentimientos pasados. Hoy no parece haber ningún líder político pensando en el futuro, generando esperanza e invitando a los colombianos a soñar.
Por un lado, están quienes sufren de “fracasomanía”, quienes ahora gobiernan y que se hicieron elegir vendiendo a la opinión pública que todo estaba mal, que todo tiempo pasado era mejor y que no avanzamos en nada. Evidentemente, esto no es más que una serie de mentiras repetidas mil veces para tratar de que parezcan verdad. Frente a una ciudadanía educada por un sistema educativo que castiga el pensamiento crítico, incluso en las mejores universidades, este discurso encuentra un terreno fértil. Hoy somos una minoría, una especie de bichos raros, aquellos que reconocemos los avances de Colombia en la reducción de la pobreza, en salud, educación, infraestructura y la fortaleza de sus instituciones, entre otros.
Por otro lado, están los que construyeron esos avances pero que se quedaron defendiendo el legado de sus periodos de gobierno y perdieron la capacidad de ofrecer a la opinión pública nuevas recetas para el progreso futuro.
El recientemente fallecido Carlos Alberto Montaner en su libro “El Presidente” afirma que hay al menos dos tareas fundamentales que deben llevar a cabo los presidentes: una es perfilar y defender la imagen del país; la otra, unir las relaciones con el conjunto de la sociedad para que ésta asuma con orgullo el estamento público. El presidente Gustavo Petro hace exactamente lo contrario. El resultado: desesperanza y deseo de emigrar, y con ello, la fuga de los colombianos que con su inteligencia mejorarían a Colombia.