En Colombia se ha vuelto costumbre que políticos de todos los partidos ataquen al intermediario y ofrezcan eliminarlo para supuestamente fortalecer al agro. Es una propuesta repetida por distintos candidatos en cada campaña presidencial. Se ha repetido tanto que para muchos colombianos ya suena como una causa noble. Pero es profundamente equivocada. El intermediario no es un obstáculo ni un explotador, sino un engranaje imprescindible para que una economía funcione: eliminarlo empobrece al campesino, encarece los alimentos y vuelve más ineficiente toda la cadena productiva.
La idea parte de una intuición equivocada: pensar que toda persona que toca un producto antes de llegar al consumidor está “quitándole” algo al productor. Pero los intermediarios existen porque ningún productor puede dominar de manera eficiente todas las fases de la producción, el transporte, el almacenamiento, la clasificación, la negociación y la venta. El conocimiento está disperso, los costos son distintos y las habilidades también. Un agricultor que siembra papa no puede -ni debe- convertirse al mismo tiempo en transportador, bodeguero, vendedor, comerciante minorista y experto en precios. No sería más rico: sería menos productivo. En vez de liberar al campesino, esta obsesión por la venta directa lo recarga con tareas que no le corresponden y para las que no tiene ventajas comparativas.
La prueba más contundente de la necesidad de los intermediarios es que, incluso cuando la política intenta eliminarlos, inevitablemente reaparecen. Y reaparecen porque cumplen funciones que alguien tiene que hacer. Recoger la producción dispersa de cientos de pequeños agricultores, agruparla en volúmenes comercializables, transportarla a centros urbanos, absorber el riesgo de pérdidas, financiar inventarios, ajustar calidades, negociar precios, anticipar demanda. Cada una de esas tareas cuesta tiempo, capital y experiencia. Si esas funciones las asume el campesino, produce menos y gana menos, porque deja de hacer lo que sabe hacer mejor. Si las asume el Estado, el desperdicio es monumental, porque opera sin precios, sin incentivos y sin responsabilidad sobre el error. Si las asume un intermediario en competencia, la cadena completa se vuelve más eficiente y el productor puede concentrarse en sembrar más, mejor y con menos riesgo.
La misma lógica aplica al otro extremo de la cadena: el consumidor pobre. Buena parte de la población compra en cantidades pequeñas. Esa posibilidad existe gracias a la fragmentación que hacen los intermediarios, porque los productores no podrían vender en esos tamaños. No es casualidad que en sociedades donde el ingreso es más bajo haya más intermediarios: su labor permite que el mercado se ajuste a la realidad del consumidor.
¿Por qué, entonces, esta idea populista de eliminar al intermediario es tan atractiva para la clase política? Porque ofrece un enemigo fácil y una solución falsa. No exige entender costos, logística, riesgo, información dispersa o especialización. Basta con repetir que alguien está “quedándose con lo del campesino”. Pero la realidad es otra: el intermediario no le está quitando a nadie; crea valor al conectar, agrupar, transportar y asumir riesgos que otros no pueden o no quieren asumir. Su margen es el precio de resolver un problema que existe, no de inventarlo.
Si de verdad queremos ayudar al campesino debemos mejorar la infraestructura, garantizar seguridad, reducir trámites y abrir mercados.