En 2022 una parte del país se creyó dueña de la cordura. Mientras el país se dividía entre la rabia y el miedo, ellos se asumieron como el último bastión de la sensatez. Eran los del “ni uribismo ni petrismo”, los que aseguraban no odiar a nadie y detestar los “extremos”. En su discurso se proclamaban como los guardianes del equilibrio, los moderados, los razonables. Pero en la práctica, fueron los más emocionales de todos: actuaron movidos por la necesidad de sentirse moralmente superiores a los demás.
Ese grupo no fue ingenuo: fue vanidoso. Su postura no nacía del análisis del peligro, sino del deseo de no parecer “de derecha”. Querían salvar su imagen, no al país. Convirtieron la política en un espejo donde podían contemplar su pureza, su distancia de los excesos ajenos. Y en ese acto de narcisismo político, terminaron entregándole el poder al proyecto más antiliberal de nuestra historia reciente. No por omisión, sino por decisión: porque buena parte de ellos votó por Gustavo Petro convencida de que representaba el cambio sin el caos.
La elección de 2022 no fue, como se repite, un plebiscito entre dos extremos. Esa es la gran mentira que el propio centro inventó para justificarse. No había simetría entre un gobierno imperfecto y un movimiento que desprecia la institucionalidad liberal y concibe el poder como instrumento de redención. Al equipararlos, el centro se tranquilizó: podía votar por Petro sin sentirse de izquierda, o abstenerse sin sentirse cómplice de nada. Fue un autoengaño moral, un relato que les permitió conservar la coherencia, aunque el país perdiera rumbo.
El centro político dejó de ser un punto de encuentro y se convirtió en una trinchera de superioridad moral. Mientras discutían si votar en blanco, si abstenerse o si hacerlo “por decencia”, el petrismo construía poder, voto a voto, con disciplina e instinto. Los autoproclamados moderados no querían mancharse con la realidad, y la realidad -como suele hacerlo- les pasó por encima.
Hoy, tres años después, los resultados son visibles: un gobierno que desprecia los contrapesos, que amenaza a la justicia, que insulta a los medios y convierte la improvisación en política de Estado. Y, aun así, muchos de aquellos moderados siguen sin reconocerse en el error. Prefieren culpar al sistema, al uribismo, a los empresarios, a cualquiera menos a su propio voto. Pero la verdad incómoda es que fueron ellos quienes, en nombre de la virtud, le abrieron la puerta al proyecto más iliberal que haya llegado al poder por la vía democrática.
La lección es clara: no se puede gobernar desde el espejo. La política exige responsabilidad, no pureza. Ser moderado no es declararse en el medio de todo, sino tener el coraje de defender el orden liberal, incluso cuando eso implique alianzas incómodas o decisiones impopulares. El verdadero centro no teme al poder: lo usa para contener los abusos de quienes creen tener una misión mesiánica.
En 2022, el país pagó el precio de la vanidad de quienes confundieron su estética moral con una estrategia política. Hoy seguimos pagando las consecuencias. Y si algo debería haber aprendido ese sector es que los extremos no se neutralizan con discursos tibios, sino con convicciones firmes.
La próxima vez que alguien repita que “los extremos son iguales”, que mire el país que tenemos. Porque el lujo de la pureza moral -ese placer de creerse mejor que los demás- nos salió carísimo. Y todavía no terminamos de pagarlo.