Analistas 16/09/2021

El real valor de nuestros padres

Carlos Ballesteros García
Gerente de Bike House

Con el paso del tiempo, el papel del papá y la mamá se ha transformado sin que muchos hijos entiendan su valor real. Muchos fuimos criados en familias de padres trabajadores sin cansancio, proveedores de alimentos, vestuario, educación y poco afectuosos por tradición, pero sí con mucha disciplina.

Madres dedicadas al hogar, que atendían sus hijos, los alimentaban y despedían con amor antes de salir al colegio. Su tiempo era el mejor regalo para los suyos, porque sus brazos estaban siempre abiertos las 24 horas del día.

El mundo cambió y las prioridades también. Metidos en una sociedad guiada por el consumo y los bienes materiales, hoy la vida se transformó, más para acumular que para compartir mayores espacios con nuestras familias.

En una carrera loca y desbocada, vendimos nuestro mayor tesoro: el tiempo con nuestros hijos, a cambio de su supuesto bienestar. Cambiamos algunas emociones y sentimientos por cosas banales.

La abundancia de lujos en algunos hogares y la desmedida ostentación solo demuestran la pobreza que existe en el interior de muchos, porque son tan pobres, que lo único que tienen para mostrar es dinero y bienes materiales, viviendo una supuesta felicidad que se desmorona fácilmente.

Los nuevos padres no entendimos que la gratitud de nuestros hijos no se mide en términos de cuánto dinero dejaremos, sino de cuánto tiempo les entregamos a ellos en su formación ante la vida, para amarlos, pero también para corregirlos y enseñarles valores como la disciplina y la bondad.

Ahora, las normas son más flexibles y la tolerancia desmedida se acrecienta, porque en nombre de nuestra ausencia, alcahueteamos y pasamos por alto normas básicas para la educación sin establecer límites.

No hacemos hijos más felices con el tamaño y valor de los regalos que les damos. Para aquellos que compartimos habitación con los hermanos, una sola televisión, los juguetes y algunas veces hasta la ropa que se heredaba, gozamos de algo maravilloso y único: la vida en familia.

Si pudiera vivirlo de nuevo, nunca cambiaría los abrazos y el amor de mis padres antes de ir a estudiar y su mirada de felicidad al regresar al hogar. Hoy, en muchos casos, tenemos por compañía antes de salir de casa, la cara de una empleada doméstica; acto seguido, un conductor de un bus escolar, que encarna parte de la nueva realidad, porque los estamos muy ocupados trabajando para poder sostener el nuevo y costoso tren de vida.

Algunos hijos, aunque no lo expresan, crecen con el dolor de la ausencia, convencidos de que todo se lo merecen, porque cambiamos las deudas emocionales por materiales mientras salen a buscar en la calle lo que no encontraron en su hogar.

Es hora de modificar nuestras prioridades como padres para que la sociedad se transforme y cambie un supuesto bienestar y abundancia que solo alimenta egos y excentricidades. Los niños deben vivir en un mundo feliz con afecto y presencia útil de los padres.

La mejor comida para un hijo es la hecha por sus padres, el mejor viaje es la compañía del día a día, el mejor consejo es aquel que recibió a tiempo. El mejor abrazo y un “te quiero” es el que reciben con nuestra mirada y no por redes sociales. Nada es mejor que la cercanía y el saber compartir. Eso de “yo les brindo tiempo de calidad a los míos” es una frase de cajón convertida en una excusa. Los momentos de calidad no son los más costosos, es el disfrute simple y sencillo de lo cotidiano.

Es tiempo de recapacitar que una casa más grande, un vehículo más potente y una decoración más lujosa, no significan más felicidad. El mundo moderno desconectó la familia, la aisló. Cada habitación -con puerta cerrada incluso- debe ser con baño, televisión, escritorio y solo falta que tenga una cocina para que la familia se aísle del todo.

La mesa del comedor en muchas familias dejó de ser el punto de encuentro y escenario de las conversaciones del acontecer diario dentro del hogar. La verdadera educación no se da desde la abundancia sino desde la escasez superada con esfuerzo, porque es allí como se aprende a brindarle valor a las cosas.

Finalmente cuando creemos haber hecho bien nuestra labor, dejamos herencias que no se comparten sino que se dividen; que terminan con enfrentamientos entre hermanos porque vieron que sus padres lucharon por tener más, pero sin enseñarnos el verdadero valor de la unión familiar. Nada debería llenar más el corazón que el conectarse con la familia cada día, porque es la única recarga de amor; lo demás es como recargar la
cuenta bancaria pero con un elevado déficit emocional.

La verdadera herencia de los padres debería medirse, no en cuanto nos dejaron en lo material, sino en cuanto nos enseñaron a darle importancia a los sentimientos y valores para vivir sin excesos, disfrutando de lo simple, en el lindo viaje de la vida.

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