La Colombia profunda
No hay duda de que a las élites colombianas que han manejado de manera ininterrumpida la Nación se les ha quedado por fuera 30% de la población. Desde 1958, los partidos tradicionales acordaron un esquema político que restringió la democracia y le entregó el manejo de la economía a los tecnócratas que garantizaron un manejo ortodoxo que incluyó la independencia de Banco de la República y un manejo responsable de las fianzas y la deuda pública. Gracias a este manejo de la hacienda pública, Colombia solo ha tenido dos años de crecimiento negativo desde 1958 y un incremento del ingreso per cápita que pasó de menos de US$1.000 en 1958 a un ingreso per cápita (PPP) de más de US$18.000 en 2023 (PPP), que ha llevado a la consolidación de una clase media y un reconocimiento en al ámbito internacional.
No obstante, esa ortodoxia económica no contempló una clara política social que permitiera que ese progreso se repartiera mejor entre los colombianos, sino que por el contrario facilitó una gran concentración de la riqueza y que paralelamente al progreso se fueran quedando por fuera de esa bonanza amplias regiones del país y amplios sectores en los márgenes de las grandes ciudades.
Ese marginamiento económico y una democracia restringida dieron origen a un doble fenómeno que ha llevado al país a la crisis que hoy enfrenta. De una parte, fuerzas políticas que no se pudieron expresar en las urnas con garantías optaron por las armas como claramente fueron el origen de las Farc y el M19, mientras otros marginados económicamente optaron por el narcotráfico que, en un país con un débil sistema judicial, floreció rápidamente. Pronto esas dos corrientes se juntaron y se retroalimentaron captando marginados y ocupando zonas excluidas del progreso.
El establecimiento ignoró durante años esos sectores que hoy llamamos “la Colombia profunda” y que se debate entre la miseria, la violencia y la rebelión, y fue allí donde Petro encontró un espacio político legítimo y urgente. Son las regiones de Cauca, Chocó, Norte de Santander y amplios sectores de la costa, las poblaciones que en el campo y la ciudad viven por debajo de la línea de pobreza, las comunidades indígenas y amplios sectores de las comunidades afrodescendientes los que conforman esa otra Colombia.
Si bien hay que reconocerle a Petro que evidenció esa realidad que el establecimiento había ignorado, la verdad es que no ha tenido su administración la capacidad de enfrentar los retos que esta realidad lleva implícita, con la diligencia debida. Las reformas sociales que pretenden cerrar la brecha y construir una sociedad más justa y en paz tiene más un sabor revanchista contra la otra Colombia, fundado en el equívoco de que para incorporar la Colombia olvidada hay que destruir ese 70% que ha logrado beneficiarse del progreso.
Hay privilegios infundados en Colombia, como es el caso de los subsidios a los de mayores ingresos en las pensiones, pero ese aspecto no lo abordó la Reforma Pensional. Hay restricción en el acceso a la salud, pero el manejo del sector solo ha empeorado el panorama; hay pobreza en el campo, pero la reforma agraria después de dos años está en pañales y se limita a entregar tierras sin tener en cuenta que, sin créditos, distritos de riego y tecnología, esa repartición no generará equidad. En fin, el gobierno tiene que hacer la tarea para la cual fue elegido, porque es necesaria y Colombia está en deuda con esa Colombia profunda.