Luego del estallido social que vivimos por cuenta de una reforma tributaria desconectada de la realidad del país, estamos otra vez en una discusión sobre el enfoque, pertinencia y alertas que surgen ante una nueva tributaria. Esto, por supuesto, entendiendo que el escenario económico no da tregua y que, por tanto, es necesario pensar en cómo tripular el país en su situación actual: un déficit fiscal de 7,8% del PIB en 2020, un desempleo que para mayo llegaba al 15,6% y un 42,5% de la población sumida en la pobreza.
Sin duda, lo primero que hay que advertir sobre esta tributaria es que no es una solución estructural a la compleja situación que vive Colombia, sino simplemente una reforma pasajera: una que busca conseguir recursos por $15,2 billones en el corto plazo para saldar algunas deudas y atender el diario.
Esta baja ambición pareciera más interesada en tener la caja necesaria para inyectar recursos para aceitar maquinarias y repartir subsidios temporales que en hacer una reforma estructural y responsable para el futuro del país. Aunque el Gobierno es consciente de que se necesita una reforma profunda que apunte a cerrar las brechas sociales, lo que se prefirió fue hacer una reforma fácil para asegurar el triunfo en el legislativo.
Como siempre en Colombia, la reforma estructural se le pasa como papa caliente al próximo Gobierno quien heredará unas finanzas muy precarias y tendrá que presentar otra tributaria en menos de dos años.
El segundo componente que preocupa de este proyecto es que todo el peso va a las empresas. El Gobierno ha dicho que los gremios empresariales asumieron voluntariamente pagar la reforma con el impuesto de renta. Sin embargo, el problema es que este anuncio solo representa a las empresas más grandes, que son menos de 1% del tejido empresarial, mientras que las micro y pequeñas empresas, que corresponden a más de 90% y que acabaron de pasar por una crisis de pandemia y de paro, serán el grueso que asumirá esta carga.
Esto se suma a la preocupación de que esta nueva tributaria impone una tarifa de renta con sobretasa que llega al 35% (la actual es del 31%) a todas las compañías, sin distinción de ingresos, tamaño y/o dificultades, cuando en los países de la Ocde es de 22%. Esta tarifa resulta muy gravosa para la mayoría de los empresarios colombianos que apenas están sacando la cabeza después de la crisis. Sin duda, se trata de una medida antitécnica de cara a la recuperación económica, pues las más de dos millones de Mipyme que existen en el país representan 67% del empleo nacional, por lo que aumentar sus costos con impuestos impediría una mayor creación de puestos de trabajo, y a la vez desincentivaría la formalización empresarial.
Finalmente, el sistema tributario propuesto no corrige las inequidades, pues existen beneficios que siguen permitiendo unas tasas efectivas muy bajas a las personas naturales más ricas de la sociedad. Vale recordar que en el promedio de los países de la Ocde son las personas naturales las que financian 70% del impuesto, mientras que en Colombia son las empresas las que asumen 75,8%.
Nos quedaron debiendo una reforma estructural que, de una vez por todas, corrija el déficit, elimine beneficios, le cobre a los más ricos y no ponga a las empresas a ser las “paganini” del hueco en las finanzas públicas.