¿Es bueno seguir creciendo? ¿Se van a acabar los recursos? ¿Destruiremos el planeta? ¿Detenemos el crecimiento económico? No son debates fáciles. De parte y parte hay buenos argumentos y, además, también fuertes emociones y muchos intereses creados. Sin embargo, hay un aspecto que no siempre es muy evidente en estas discusiones, y es el supuesto de que el futuro será como el pasado o, dicho de otra forma, que podemos predecir con relativa precisión lo que sucederá.
Pero esto no es así. Y no lo es solo porque nuestra capacidad de entender la realidad sea limitada, sino, sobre todo, porque los seres humanos estamos constantemente cambiando la realidad, generando nuevas ideas, encontrando nuevos problemas y nuevas soluciones que ayer no existían ni podrían haber sido conocidas. Un ejemplo histórico de esto son las previsiones de Malthus en 1798. Simplificando un poco, su pronóstico era que la producción de alimentos crecería aritméticamente (digamos 1, 2, 3, 4, 5) mientras que la población lo haría geométricamente (1, 2, 4, 8, 16) y las razones para creer esto eran muy sólidas. La productividad de la tierra es limitada, pero la fertilidad humana no.
Pronósticos como estos, aisladamente, no tienen riesgo, pueden ser debatidos y estar errados en un sentido o en otro. El problema surge cuando se aceptan como válidos y, por tanto, se impone la necesidad de actuar. Si así van a ser las cosas, si, por ejemplo, dejar que todo siga como viene implica que los alimentos no alcanzarán y que las consecuencias serían terribles, se justifican medidas heroicas.
Lo que no podía prever Malthus ni sus seguidores era lo que en realidad pasó: que el desarrollo de nuevos abonos, el control de plagas y la ingeniería genética nos llevarían a una producción de alimentos muchas veces superior a los cálculos más locamente optimistas de los siglos anteriores. Y por otra, que una vez alcanzado cierto punto, el crecimiento poblacional se iba a ralentizar para finalmente estabilizarse.
Casi dos siglos después de Malthus, en 1968, Paul Ehrlich publicó el libro The Population Bomb en el que pronosticaba grandes hambrunas en la década siguiente. Como sabemos hoy, todos estos alarmistas pronósticos fueron errados.
Mi punto no es que confiemos descuidadamente en que siempre saldremos impunes de los problemas que como humanidad hemos ido encontrando, sino que debemos reaccionar, sí, pero con cautela ante las alarmas basadas en pronósticos de largo plazo.
Y el propósito de esa cautela es no recargar a las generaciones actuales, en especial a los pobres ―porque es sobre ellos sobre los que finalmente termina recayendo el peso― con medidas drásticas de prevención, restricciones y sacrificios que décadas después se descubren innecesarios y hasta dañinos.
Hoy hay voces que reclaman un enlentecimiento de crecimiento, llegar a un crecimiento cero o, incluso, a un decrecimiento. Estos propósitos parecen hoy unas buenas metas porque ya definimos que el futuro nos deparará unos días trágicos. Pero, primero, ¿estamos seguros de que ese será el futuro? Puede ser así si no se hace nada, es cierto, pero ¿cómo estamos seguros de que no se encontrarán nuevas soluciones a los problemas que hoy tenemos? Y segundo, y muy importante, ¿quién va a cargar con el costo de estas medidas? Muy posiblemente, repitámoslo, los pobres.
En conclusión, creo que es prudente que moderemos el discurso, que hablemos más desde la sensatez que desde el apasionamiento o la ideología, que seamos humildes y reconozcamos nuestra ignorancia y falibilidad, y que seamos compasivos y no solamente compartamos lo que tenemos, sino que permitamos a otros también llegar a donde nosotros estamos.