Desagradables agendas ocultas
Lo que no tolero son las agendas ocultas. Entiendo y acepto que no estemos de acuerdo, que usted tenga su ideología y yo la mía, que veamos las cosas de forma muy distinta. Podemos debatir, puedo perder, lo acepto; puedo estar equivocado, ¡es muy probable! Pero lo detestable no es un debate real, limpio, sino que al otro lado haya una agenda oculta.
¿Acaso la discusión no es sobre si lanzar tal o cual producto, sino sobre cómo ese lanzamiento será relevante en su ascenso? ¿Nuestro desacuerdo sobre si esa persona debe ser o no despedida no es sobre su rendimiento o sobre si le conviene a la empresa retenerlo, sino sobre quién lo recomendó y cómo puede eso afectar su carrera? ¿La controversia sobre el nuevo edificio no es acerca de qué será mejor, sino sobre si se contratará al arquitecto o la firma en la que trabaja su familiar? ¿Esta medida pública no se implementa porque de verdad usted cree que va a ayudar, sino porque le conviene para conservar el poder?
¿Ha estado usted alguna vez en ese tipo de discusión? Como subalterno, como jefe o como par estoy dispuesto a aceptar que me equivoco; muchas son la veces en que el paso del tiempo me ha mostrado lo errado que había estado, lo inapropiado que hubiera sido haberme hecho caso. Claro, no es fácil ni agradable, y en el calor del debate se me olvidan esas experiencias; “está vez sí estoy en lo cierto”, pienso o quiero creer.
A veces tengo razón y aun así no logro convencer. No hay problema, acepto que así es la vida y comprendo que quien se equivoca pero manda cree también tener razón. Eso no me afecta (al menos, no tanto). Lo que me desespera es percibir o, directamente, darme cuenta de que no convencí porque no había argumentos que pudieran convencer, porque el debate no era sobre el punto que se suponía que se estaba analizando, sino que la decisión ya estaba tomada. Es como tratar de ver a través de una niebla espesa: se percibe que más allá hay “algo”, una agenda oculta.
Muchas veces esa agenda no es, de por sí, mala o vergonzosa (como sí lo son muchas) sino simplemente está oculta. No es malo que alguien quiera defender sus creencias, por demás, muy respetables y posiblemente acertadas y sanas, pero ¿por qué las oculta en discusiones de números? ¿Por qué se debate el contenido de una hoja de cálculo cuando lo que se debería debatir son los objetivos reales? ¿Por qué se discute sobre qué se venderá más, si lo que de verdad interesa a quien hace cabeza es su renovación por la junta directiva? ¿Será que si lo dice de frente no se ganaría el respeto de quienes lo acompañan en su gestión?
Es que dirigir requiere de una, llamémosla, pureza ética que no es fácil de mantener conforme pasa el tiempo en el poder. Sí, lo acepto, es muy iluso de mi parte pretenderlo, pero qué agradable es trabajar para quien tiene claros y hace explícitos sus objetivos. Cómo es de eficaz una labor transparente. Cómo es de respetable ese directivo que, acierte o no, es claro y diáfano, en una palabra, integro.
Escuché a un profesor decir que integridad es actuar como se habla y hablar como se piensa. Fijémonos que esa definición no dice nada de cómo se debe pensar; ser integro es algo difícil, pero que está alcance de todos.
¡Qué agradable es trabajar para alguien íntegro!