No sé si siempre ha sido así, pero me parece que vivimos en una época en que se acude con mucha frecuencia a la indignación. Nos indignamos con las injusticias, con la deshonestidad, con el abuso, pero también con un mal chiste, un giro lingüístico sospechoso, un comentario desafortunado o una palabra mal usada. Hay que tener mucho cuidado al hablar (ni qué se diga al escribir), pero incluso al guardar silencio porque no se guarda silencio, sino que se calla, y no se calla, sino que se aprueba, o, al menos, eso es lo que piensa quien se indigna.
El diccionario de la Real Academia define indignación como “enojo, ira o enfado vehemente contra una persona o contra sus actos”. La definición no era lo que esperaba hasta que busqué “vehemente”: “que tiene una fuerza impetuosa; ardiente y lleno de pasión; dicho de una persona: que obra de forma irreflexiva, dejándose llevar por los impulsos”. Ya queda más claro el peligro de la indignación: que se obra con impetuosidad, pasión ardiente e irreflexiva. Así resulta muy difícil explicar un argumento, dar otro punto de vista e, incluso, poder disculparse con el indignado, si es lo que corresponde.
No digo que no haya motivos para indignarse, que no sea la reacción que legítimamente merezcan algunas situaciones, sino que debemos evitar ese sentimiento porque nuestra indignación asusta, vence, pero no convence y no produce cambio. Cuando hago un comentario inapropiado, espero que me lo hagan saber con claridad, pero también con amabilidad. Y es que es posible que ese comentario no exprese lo que en realidad quiero decir, que me haya equivocado al elegir las palabras o el momento, que quiera decir una cosa y se entienda una muy diferente. También puede ser que pensemos diferente, pero que yo no haya caído en cuenta de lo errado o lesivo que puede ser lo que afirmo para quien me escucha. O, sencillamente, estoy muy equivocado y requiero corrección. Pero para que todo eso sea efectivo hace falta algo de consideración de la otra parte.
Entiendo que hay razones válidas de indignación y generalmente se presentan cuando hay abuso de fuerza, daño físico, lesiones; son cosas que no nos pueden dejar indiferentes, que requieren una respuesta. Pero no es el caso de una conversación entre amigos o en el seno de una familia. Cualquier opinión, los partidos políticos y hasta las rivalidades deportivas se han trasformado en debates candentes que nos desunen y rompen relaciones, algunas íntimas y de años.
Y no hay razón para ello. Imagino yo que hay a quienes les conviene que existan esos debates tan apasionados, que los fomentan y los aplauden. Esto incluye a políticos y académicos a quienes la notoriedad les beneficia. Al interior de esos grupos es natural y deseable el disentimiento, pero se debe mantener la cordialidad, la cortesía, la actitud de respeto y escucha; son quienes deben dar ejemplo, invitarnos a tener la cabeza fría, a debatir civilizadamente, aunque mantengamos el desacuerdo.
Creo que la indignación es similar al asco; por eso destruye relaciones. Cuando alguien usa “ese” término o apoya “esa” causa nos produce asco y ¿cómo relacionarnos con alguien así? Pero el error lo que requiere es cambio, convencimiento. Debemos controlar nuestro primer impulso de indignación, anularlo, no fomentarlo y, por el contrario, intentar entender de verdad y con empatía por qué el otro dijo lo que dijo, por qué, en nuestra opinión, está tan equivocado y cómo podemos mostrarle efectivamente nuestro diferente punto de vista.
Ya lo dijo Abraham Lincoln: “No me gusta ese hombre. Lo debo conocer mejor”.