Hace un par de días tuve la oportunidad de visitar los llanos orientales, un viaje el cual me dejó con un sabor agridulce: por un lado, llegué enamorado de su gente, de su cultura, pero sobre todo de los paisajes. Por el otro lado, me cuestioné sobre la posibilidad de vivir en un lugar donde pudiera sentir esa paz y tranquilidad que sentí en el corazón del Meta, pero sabía que alejarme a más de 2 horas de la ciudad, no lograría obtener una “buena calidad de vida”. Esta coyuntura me llevó a reflexionar sobre la migración de las zonas rurales a los cascos urbanos.
Según un estudio realizado por la Universidad de Los Andes, entre 2013 y 2016 hubo una migración de 20% en el campo en busca de mejores oportunidades económicas. Este fenómeno ha sido generado, entre otras cosas, por la violencia, la inasistencia del Estado, la falta de infraestructura y la corrupción. Por la complejidad de la problemática se requieren políticas públicas de gran impacto por parte del Estado, especialmente en materia de seguridad, si se quiere disminuir esta cifra. Aún así, no nos tenemos que quedar cruzados de manos, sino que podemos iniciar a generar un cambio lento, pero al final puede ser muy efectivo: replantearnos nuestra idea de “calidad de vida”.
Nuestros campesinos no solo han llegado a las grandes ciudades huyendo de la violencia, sino también con la idea de poder gozar de servicios públicos, tener trabajos con un menor esfuerzo físico y más oportunidades para su familia.
Ahora bien, cuando se enfrentan a la realidad suelen encontrar que esa tierra prometida es falsa: viven en una vivienda no más grande de 45 m2, la cual no siempre cuenta con materiales de construcción; también deben pagar servicios públicos, los cuales suelen ser deficientes o incluso inexistentes; los niños y jóvenes se encuentran en situaciones con altos factores de riesgo que aumentan la probabilidad de abusos de sustancias psicoactivas y alcohólicas; y los padres se ven en la dificultad de encontrar empleo.
Ahora bien, podemos aprovechar esta esperanza de paz que tenemos en el país para que, como sociedad, le devolvamos la importancia al campo y valoremos el gran tesoro que nos ha quitado la ciudad: la armonía con el territorio. Es cierto que es necesario invertir en la infraestructura rural para dignificar estas regiones, pero no podemos dejar de un lado que una mejor calidad de vida se logra comiendo con frutas y verduras que se obtienen al frente de la casa o gozando de un aire libre de contaminación.
Soy consciente de que el Estado tiene una gran responsabilidad y que se deben implementar medidas para volver más productivas las zonas rurales para ofrecer servicios esenciales. Aún así, depende de nuestra sociedad lograr un verdadero cambio. Espero que un futuro no lejano seamos más los que tengamos como propósito vivir en el campo, disfrutando de los lujos y las oportunidades que solo ahí podemos encontrar.