El futuro no se espera, se diseña
martes, 11 de noviembre de 2025
Daniela Cepeda Tarud
Tenemos la tendencia a asociar el desarrollo de una nación con sus recursos naturales. Singapur desafió esa lógica. Los que la visitamos por primera vez coincidimos en una sensación difícil de describir: allí se respira armonía. Caminar por sus calles es como recorrer un render hecho realidad, pero sobre todo es encontrarse con una ciudad que parece haber resuelto el dilema entre desarrollo y propósito.
Lo que deslumbra no es solo su paisaje urbano, sino la intención que lo sostiene.
Singapur construyó su progreso desde una visión holística, donde economía, bienestar, educación, planificación urbana y sostenibilidad se potencian mutuamente. Se conciben como una ‘nación por diseño’, un laboratorio de innovación donde el progreso se mide no solo en cifras, sino en la capacidad colectiva de vivir con propósito y construir, en armonía, un futuro compartido. No fue la abundancia en recursos naturales, sino su escasez, el punto de partida para imaginar un futuro que no se espera, sino que se diseña colectivamente.
Tras alcanzar la autonomía en 1959, Singapur enfrentaba una economía débil, un mercado interno limitado y un desempleo masivo. Trece años después había alcanzado el pleno empleo gracias a una estrategia de industrialización, exportaciones e inversión extranjera. En ese período, el empleo masculino en el sector manufacturero aumentó en un 86%, y el femenino en un 195%. Paulatinamente su economía viró de una intensiva en mano de obra a basarse en capital, talento y sectores de alto valor agregado.
En poco tiempo Singapur pasó del tercer al primer mundo, convirtiéndose en una de las economías más prósperas del mundo al apostar por su recurso más valioso: el talento humano.
El verdadero salto no fue económico, sino educativo. El gobierno entendió que una fuerza laboral calificada era esencial para salir del atraso y emprendió una política educativa agresiva: construyó escuelas a gran velocidad, duplicó su planta docente en menos de una década y adoptó un currículo centrado en lectoescritura y aritmética.
Como parte de esa apuesta, la fuerza laboral recibió mayor capacitación a través de escuelas técnicas, institutos de formación profesional y centros de capacitación conjuntos entre el gobierno y la industria.
Singapur continuó actualizando su modelo educativo para fomentar creatividad e innovación. Diseñó un sistema que lleva a los estudiantes a cuestionarse, buscar respuestas y pensar de manera diferente y creativa, concibiendo la educación como una herramienta de transformación social.
Según la Ocde, Singapur lidera a nivel mundial en pensamiento creativo con 41 puntos, mientras que Colombia, con 26, se sitúa en el puesto 28 de 64 países. Esa cifra revela algo más profundo que una brecha educativa: muestra una diferencia de visión. Mientras unos educan para resolver problemas y crear futuro a través de la innovación, otros apenas aspiran a no quedarse rezagados.
La lección de Singapur, aunque parezca distante, es universal. Una nación sin grandes recursos naturales entendió que su verdadera riqueza estaba en su gente. Colombia, con una diversidad cultural y natural inmensa, sigue aplazando la decisión de convertir el conocimiento en su principal estrategia de desarrollo. No se trata de copiar modelos, sino de asumir con determinación que ningún país se transforma sin poner la educación en el centro. La pregunta es si tendremos la voluntad de hacerlo o si seguiremos, una vez más, posponiendo la oportunidad de diseñar nuestro propio futuro.