Primero Lo Primero
Quiero iniciar este texto promoviendo una reflexión: ante el panorama político del país, que ha evidenciado nuestra incapacidad para abordar civilizadamente las diferencias, no deberíamos estar inmersos en discusiones tan sensibles como la reforma laboral o la antitécnica consulta popular. La cuestión es sencilla: para poder discutir, hay que saber hacerlo, es decir, con respeto, valorando la vida, a las personas y cuidando siempre la convivencia.
Es evidente que hoy Colombia enfrenta una falta de madurez. En consecuencia, el riesgo y el costo de avanzar en debates tan delicados en medio de esta realidad son o pueden llegar a ser muy altos. En este sentido, mi deseo sería concluir esta columna simplemente diciendo: enfoquémonos en madurar, para luego poder centrarnos en cómo resolver nuestras diferencias. No obstante, desafortunadamente, no puedo hacerlo, por la sencilla razón de que esa misma inmadurez nos ha llevado a persistir afanadamente en la confrontación, ignorando los acuerdos básicos que sustentan toda sociedad.
En tiempos de debates polarizados y tensiones democráticas, la consulta popular vuelve a ocupar los titulares. Sin duda, se trata de un mecanismo pensado para que la democracia se exprese en su forma más pura: el pueblo decide sin intermediarios. Sin embargo, cuando se utiliza este instrumento para decidir sobre ajustes normativos -lo cual, vale decir, es un uso antitécnico-, se requiere algo más que entusiasmo participativo: se necesita prudencia, información y conciencia técnica, si se espera que la decisión sea eficaz y útil.
El derecho al trabajo recoge aspectos fundamentales para la dignidad humana: la jornada, el salario, la seguridad social, la estabilidad laboral y, en muchos casos, la posibilidad de pagar la renta o alimentar a una familia dependen de cómo se regulen esas condiciones. Además, la forma equilibrada o no en que se establezca la relación entre empleador y trabajador incide directamente en la sostenibilidad del aparato productivo, eje fundamental de la economía y del mercado laboral.
Por eso, reducir esta discusión a un ejercicio de doce preguntas simplificadas, con respuestas binarias, es trivializar un debate que exige profundidad. Muchas de las preguntas propuestas parecen tener una respuesta obvia y empática, pero no ofrecen el contexto necesario para comprender todas las implicaciones que su implementación conllevaría.
Veamos algunos ejemplos:
• ¿Está de acuerdo con que el trabajo de día dure máximo 8 horas y sea entre las 6:00 a.m. y las 6:00 p.m.?
• ¿Está de acuerdo con que se pague con un recargo de 100% el trabajo en día de descanso dominical o festivo?
• ¿Está de acuerdo con promover la estabilidad laboral mediante contratos a término indefinido como regla general?
• ¿Está de acuerdo con que los repartidores de plataformas digitales acuerden su tipo de contrato y se les garantice el pago de seguridad social?
En principio, parecen preguntas justas y necesarias. Oponerse a una jornada laboral más humana, a mejores garantías para trabajadores informales o a la protección de campesinos y personas con discapacidad no tiene sentido. Pero detrás de esas preguntas hay una realidad compleja: costos laborales, impactos fiscales, efectos en las microempresas, transformaciones en el modelo productivo y jurídico.
Esta crítica no pretende poner en duda la inteligencia ciudadana. Por el contrario, se basa en un principio básico del pensamiento democrático: para que el pueblo decida con libertad, primero debe hacerlo con conocimiento. Hay temas que requieren información, análisis y diálogo técnico. De lo contrario, la decisión puede ser legítima en lo formal, pero errónea en el fondo.
Este dilema no es nuevo. Tiene raíces profundas en la historia del pensamiento político. Un antecedente emblemático fue el juicio de Sócrates en la Atenas democrática del siglo V a. C. El filósofo fue acusado de impiedad y de corromper a la juventud, y su destino fue decidido por un jurado ciudadano de 500 personas elegidas por sorteo. Sócrates, fiel a su ética, no suplicó por su vida ni apeló a sentimentalismos. Fue condenado a muerte legal y democráticamente, pero con el tiempo se reconoció que esa decisión fue injusta, producto del prejuicio, la incomprensión y la pasión popular poco informada.
¿Qué falló en el juicio de Sócrates? Que quienes decidieron no lo hicieron desde un juicio objetivo e informado, sino desde el temor, la pasión, la euforia, la presión social y la falta de comprensión de sus ideas. Ese es el mismo riesgo que se corre cuando se expone al ciudadano a decidir sobre temas altamente técnicos sin garantías de deliberación real, sin pedagogía suficiente y sin neutralidad informativa.
En Colombia, la consulta popular es un mecanismo legítimo, respaldado por la Constitución y desarrollado por la ley. Pero, como todo instrumento democrático, debe usarse con responsabilidad, sobre todo cuando el asunto en juego afecta directamente el núcleo de la estructura económica y laboral del país.
No se trata de decir que las reformas laborales deban decidirlas solo los expertos. Pero sí de reconocer que la participación sin comprensión puede terminar siendo una trampa más que una conquista. Porque cuando se pregunta sin contexto, se responde sin reflexión.
La democracia moderna no puede entenderse solo como la suma de votos. Requiere algo más: deliberación, pluralidad, información y razonamiento crítico. Lo advertía el propio Sócrates: “El único bien es el conocimiento. El único mal es la ignorancia”.
El filósofo contemporáneo Jason Brennan ha desarrollado un concepto inquietante: la epistocracia, o Gobierno de los más informados. No lo plantea como una alternativa autoritaria, sino como un llamado de atención frente a una verdad incómoda: muchas veces la mayoría vota mal, no porque sea malintencionada, sino porque no tiene incentivos ni tiempo para informarse correctamente. Y eso convierte al voto en un acto emocional, más que en una decisión razonada.
Volviendo a la consulta, lo que está en juego no es si se deben proteger los derechos laborales. La respuesta es sí. El punto es cómo se hace, con qué medios, en qué tiempos y con qué ajustes, para no afectar a otros actores ni desincentivar la contratación formal.
La participación ciudadana debe ser celebrada, pero no manipulada. Y la consulta popular, lejos de ser un fin en sí misma, debe ser una herramienta dentro de un proceso más amplio y serio de construcción social del derecho.
El problema, entonces, no es consultar al pueblo, sino hacerlo sin garantías de comprensión, sin transparencia, sin tiempo para pensar, sin equilibrio informativo. En ese escenario, la participación puede dejar de ser un acto de soberanía para convertirse en una decisión ciega que afecte a quienes menos pueden defenderse.
La democracia, como la vida, no se mide solo por el derecho a decidir, sino por la calidad de las decisiones que tomamos cuando ejercemos ese derecho.