Colombia y Latinoamérica necesitan una nueva revolución liderada por sus nuevas generaciones. Una revolución que nos saque de los errores de los últimos 70 años que nos han ensimismado en una visión de explotados, perdedores y mendicantes del apoyo internacional. Mientras esto nos ocurría, otros países y regiones con unas condiciones iniciales menos favorables, superaron la pobreza y la exclusión y se insertaron en la modernidad.
Esta revolución debe establecer unos cambios profundos en nuestras posturas éticas como individuos. De la visión de personas asistidas por el gobierno debemos pasar a la individuos autónomos y solidarios conscientes de nuestros deberes sociales; posturas como la exigencia de educación gratuita o la solicitud de condonación de préstamos educativos son anclas que nos atan a las visiones que han degenerado la sociedad latinoamericana. Estas posiciones son una forma de corrupción que privatiza recursos públicos para beneficios de interés individual.
Una revolución con una ética social que nos saque de la captura corrupta del estado corporativista latinoamericano que beneficia a grupos de interés empresariales con exenciones y restricciones arancelarias, (como las de azucareros y arroceros), o las capturas de sindicatos estatales como las de los educadores en todo el continente, que permanecen embelesados en sus conquistas, mientras los jóvenes están en los peores niveles académicos globales; y la captura de políticos y empleados estatales que aseguran para ellos salarios y pensiones por encima de los ingresos de los demás asalariados generando inequidad desde el propio estado.
Una revolución del pensamiento que adopte políticas publicas fundadas en la evidencia y el ejercicio de las ciencias económicas y sociales. Que supere ideologías que son una forma de no pensar, de asumir soluciones simples derivadas de supuestos errados y atadas a odios y reclamos pasados y no a certezas y proyectos futuros.
Una revolución desde la propuesta transformadora, pacífica, y cívica. Esas hordas decrépitas quemando pequeños almacenes, tumbando semáforos y destruyendo los sistemas de transporte público expresan una sociedad incapaz de proponer y cambiar. Lejos están de las marchas pacíficas que pusieron en jaque al imperio británico en la India en los años 40, o a los segregacionistas en Estados Unidos en los años 60 y en Sudáfrica en los 90, y al mismo Estados Unidos en la guerra del Vietnam.
Las nuevas generaciones han sido las portadoras de grandes transformaciones en las últimas décadas. Se reinventaron a Alemania y a Japón, y las convirtieron es sociedades democráticas integradas al mundo y líderes de la modernidad. Trasformaron Singapur, Taiwán, Hong Kong y Corea, llevándolas de ser enclaves coloniales a naciones de primer mundo en solo unas décadas. Trasformaron China luego de las reformas de Deng. Y generaron una nueva economía en Estados Unidos basada en la tecnología y el conocimiento jalonando al resto del mundo a una nueva era de la información abierta.
Estas revoluciones se han construido desde una generación decididas a aprender, emprender e innovar. Así, con el objetivo de superar la pobreza y construir una sociedad incluyente, necesitamos en las siguientes dos décadas duplicar nuestra capacidad de generación de valor, creando nuevas empresas en nuevos sectores económicos de mayor valor y generando nuevos empleos de mayor productividad. Esto no se hace desde el Estado, se hace desde la sociedad. Es ella la que construye y genera inclusión. Esta revolución es lo opuesto de lo que se propone el Socialismo del Siglo XXI que lo que ha hecho es profundizar los graves errores latinoamericanos de los últimos 70 años.