Se ha puesto a pensar cuál fue el primer domicilio que usted pidió. Estoy segura de que fue una pizza, algún remedio o quizás cervezas para una fiesta con amigos. De un tiempo para acá, no solo pedimos pizza, remedios y licor, sino todo el mercado, además de ropa, accesorios, maquillaje, desayunos, almuerzos y una amplia lista de antojos, que antes nos hubiesen parecido innecesarios. ¡Qué cuento de millennials, somos mejor la generación del delivery!
El boom o la fiebre de los domicilios alcanzó su máximo furor durante la pandemia en el pico de 2020, cuando todas las personas fueron confinadas en sus casas y no había otra opción de consumo que pedir productos y servicios a la casa; fue un momento literalmente disruptivo (o se les olvidó que no podíamos, ni queríamos salir, ni tener contacto con personas diferentes a nuestra familia), todas las empresas y los distintos tipos de negocios tuvieron que adaptarse a buscar clientes en el delivery. Pocos años antes del fenómeno del “encanto de que todo te lo traigan” ya existía ese servicio de manera marginal, pero no era tan recurrente; es un auténtico fruto del encierro.
Que todo te lo traigan a la puerta de tu casa tiene su encanto, pero como la mayoría de los placeres de la vida, tiene un costo. Tenemos la sensación de que todo está al alcance de un click y podemos satisfacer el antojo más mínimo, repentino e innecesario en instantes. Inmediatez que satisfacemos con la complicidad de aplicaciones tipo Rappi o UberEats; más sofisticado aún: siempre están disponibles las 24 horas durante los 365 días del año plataformas como Amazon, Mercado Libre o Linio. En pocas palabras, comprar es mucho más fácil que antes y nuestra tarjeta de crédito lo sabe.
Un click se siente liviano y para el bolsillo, no genera la misma sensación de pecado o cargo de conciencia que ir a un centro comercial, sacar la plata o la tarjeta y pagar personalmente por cada artículo (compra). Debe haber algo de sicología, al menos de peso sí, pues cargar las bolsas de compras, de almacén en almacén, tiene su dosis de remordimiento, que se hace más evidente cuando hablas con amigos de los “gastos hormiga”, que si les llevara la contabilidad representan cifras significativas y que sumadas pueden ser la cuota para un carro o el Soat. ¡Que gastadera de plata, que dineral, el que desperdiciamos sin darnos cuenta en pura pereza!
Más allá de las bondades y beneficios del ahorro, y decidir ir a mercar, a restaurantes, a un centro comercial, a los almacenes, la lavandería o la peluquería, no se puede negar que el dinero mejor gastado es el que se va en comodidad y bienestar. Nada más rico que comer en la sala, en familia, con amigos o la pareja, y por qué no, también en la cama. Como siempre la virtud está en el término medio, en encontrar el equilibrio; como diría mi mamá: “ni mucho que queme al santo ni tan poco que no lo alumbre”. La vida es un balance entre placer y responsabilidad con el bolsillo. No se trata de cohibirnos, pero tampoco se nos pueden ir las luces en gastos hormiga, que en últimas terminan generando intranquilidad y en cierto momento, cargo de conciencia por gastar dinero que pudimos haber invertido.