Imposible ignorar la presencia en el país de uno de los personajes más controvertidos del presente siglo: Jorge Mario Bergoglio, el Papa Francisco. El primer jerarca católico de origen latinoamericano y el primer Papa de la Orden de los Jesuitas, llegó para reescribir la historia de la Iglesia Católica y convertirse en referente de la humanidad por sus posiciones sobre pobreza, desigualdad, injusticia; por sus críticas a los abusos del capitalismo con la “casa común” como llamó al planeta, en su encíclica: Laudato si; por las determinaciones que le han costado desagradables controversias y cismas internos en el seno del Vaticano, al reformar la Curia Romana y la Constitución Apostólica; por la creación de un Consejo de Cardenales, especie de Constituyente, que le ha metido dientes a temas cruciales como la protección de los menores y la lucha contra los curas pedófilos y por la revisión a fondo de los inescrutables asuntos económicos del imperio vaticano, víctimas de manejos non santos.
Lo anterior, para recordar que no estamos frente a un despistado anciano de 81 años, que vino y pronunció un cúmulo de frases prefabricadas por una pléyade de asesores. Francisco, sabía a dónde venía, conocía sus interlocutores y sabía perfectamente a qué venía. Con su habitual sencillez describió, en sus prédicas evangelizadoras y en sus desafiantes mensajes políticos, un país con problemas en su economía social y en su econometría moral: rico en recursos, con gran capital humano, con enormes costos de corrupción, inequitativo, pobre en reconciliación, con superávit de odio y de rencor, con muchas enfermedades del alma, y como toda Latinoamérica, con un déficit preocupante de esperanza.
La clase dirigente tendrá que entender que un líder planetario de esas dimensiones, que no comulga con ruedas de molino, tiene certezas, dudas e interrogantes sobre el actual proceso social nuestro. Su visión le permite tomar distancia de quienes creen, como los fariseos, que son los depositarios de la verdad. Expresó claramente su respaldo a la paz, como construcción cristiana de la convivencia, para mejorar las condiciones de una sociedad agobiada por la pobreza material y espiritual. Exhortó a la juventud para que agenciara el cambio “volando alto” y “soñando en grande” para “construir un país que sea patria y casa para todos los colombianos”.
Con los obispos y con el clero fue particularmente severo, exigiéndoles compromiso con la paz, la reconciliación y lucha contra la miseria y la corrupción. “Ustedes no son técnicos ni políticos, son pastores”, sentenció el Pontífice.
Lo riesgoso de su visita, como lo manifestó un sacerdote amigo, es que Bergoglio haya arado en el mar y que nadie se de por aludido, que los corruptos no pidan perdón, que los gobernantes no rectifiquen sus errores y que los del lujo, lujo, sin medidas morales, no se den cuenta de la miseria que nos rodea, como lo dijo en su viaje de regreso.
El reto es no quedarse en la superficie criticando los $28.000 millones que costó la visita o celebrando que opositores y Gobierno no pudieran utilizarla con fines pedestres. La enorme movilización social de siete millones de ciudadanos y hasta los resultados económicos, que aventuran cifras cercanas a los US$100 millones, indican a tirios y troyanos que el país necesitaba esa inyección de optimismo y esa dosis de “realismo mágico” para tomar la inaplazable decisión de “dar el primer paso”.
Bergoglio puede afirmar con el cónsul romano Julio César: “veni, vidi, vici”.