La corrupción, epitafio de la democracia
La corrupción estructural constituye el peor enemigo de la democracia porque interfiere en el proceso de conformación del poder político al destruir la democracia interna que debe reinar en los partidos políticos y, paralelamente, consolida estructuras en la que se impone la fuerza del dinero y la destrucción de lo público.
Lo peor es que deslegitima la política y destruye la confianza en la democracia. La corrupción estructural abre las puertas a la tiranía de la mayoría, al populismo y a los poderes salvajes. La corrupción destruye el tejido social y corroe al Estado Constitucional, por tanto, hay que construir en las instituciones un frente contra la corrupción.
No se trata de controlar la corrupción estructural, se trata de crear instituciones que permitan el buen gobierno y sirvan de dique de contención a prácticas violatorias de los derechos humanos.
La corrupción nace y se fortalece con las instituciones y políticas que debilitan al Estado Constitucional de Derecho, conocido como Estado Bienestar. La destrucción de los fundamentos democráticos de contenido social del Estado Bienestar y la ausencia de legislación de la actividad económica es fuente de corrupción.
Fue la política, la mala política, la que impuso el modelo privatizador de lo público, mediante la implementación de orientaciones neoliberales que convirtieron o intentaron convertir a los partidos políticos en empresas electorales, al Estado Constitucional en subalterno de los poderes económicos y la contratación pública la diseñaron bajo las reglas del mercado libre al servicio del más fuerte y no como instrumento de redistribución equitativa de las riquezas.
Y, esa mala política, la neoliberal, destruyó el bienestar de la sociedad con instrumentos que debilitaron las técnicas de garantías de los derechos humanos. Todo lo intentó privatizar: salud, servicios públicos, bienes estatales, vías, educación, en fin, todo. La destrucción de lo público fue la finalidad. Los derechos humanos sus víctimas preferidas y la corrupción estructural, el populismo y todo tipo de violencia y de miserias los hijos predilectos de estas nefastas políticas neoliberales.
La corrupción, la estructural, que es la que padecemos, no la coyuntural que puede ser combatida con los tradicionales instrumentos de control político, administrativo y judicial, tiene que ser tratada políticamente.
Es lamentable la realidad de que los órganos de control no son capaces de combatir y destruir la corrupción estructural. Tienen el deber de combatirla y deben combatirla, no obstante, carecen del poder político para ello porque este poder reside en la ciudadanía.
Luigi Ferrajoli en “El Estado Constitucional de Derecho”, dice: “Efectivamente, un gobierno-empresa fundado en la confianza de una empresa-partido significa una clamorosa reproducción de la confusión premoderna entre lo público y lo privado, con la consiguiente deformación tanto del Estado como del mercado”.
Volver a separar lo público de lo privado, los intereses legítimos de los ilegítimos, los beneficios personales de los colectivos es luchar contra la corrupción estructural.
Repensar la democracia y las instituciones -recomienda Ferrajoli- a fin de vencer la corrupción estructural es el camino y para esto se requiere de un pacto constituyente porque hay reformas constitucionales que contribuyeron a la generación de esa corrupción. En conclusión: un nuevo pacto constituyente, ahí está la luz del sendero.