Defendamos el empleo formal
sábado, 6 de diciembre de 2025
Edwin Maldonado
Colombia no puede seguir atrapada en una narrativa que enfrenta a trabajadores y empresarios como enemigos. Esa visión desconoce algo esencial: ninguna empresa existe sin trabajadores productivos y no existe empleo sin empresas.
El nuevo Censo Económico del Dane, el primero en tres décadas, lo confirma: en Colombia hay más de 2,2 millones de unidades productivas, el 96% microempresas, y su distribución territorial explica buena parte de las brechas regionales. Donde hay densidad empresarial -Valle del Cauca, Bogotá, Antioquia, Santander- hay más empleo formal y mejores ingresos. Las empresas no solo generan trabajo: irradian externalidades positivas en infraestructura, capacidades, seguridad, innovación y bienestar.
Aun así, el Gobierno insistió en una narrativa antiempresa. Responsabilizar al sector privado de problemas estructurales deterioró el clima de inversión y redujo la confianza, con un costo directo: menos proyectos, menos reinversión y menos empleo formal, justo cuando el país necesita
potenciar su aparato productivo.
Ahora, en plena incertidumbre, se discute una nueva reforma tributaria que repite la misma fórmula: cargar más impuestos a quienes ya pagan, en vez de ampliar la base y combatir la evasión. En un país con 55% de informalidad laboral, donde cerca del 50% de las empresas no declara renta y donde el efectivo crece al 17% anual -indicador de actividad informal-, seguir presionando a los mismos es “cazar en el zoológico mientras se ignora el bosque”. La raíz del problema es la informalidad. Colombia necesita ampliar la base, formalizar y sumar nuevos contribuyentes, no castigar a quienes ya cumplen.
La reforma laboral es otro ejemplo. El país sí necesita una reforma que equilibre protección y productividad, genere flexibilidad, reduzca la informalidad y eleve la calidad del empleo. Pero el Gobierno transformó un debate técnico en una disputa ideológica que produjo el efecto contrario: en el último año 8 de cada 10 empleos creados fueron informales, y la informalidad supera el 60% en algunas ciudades. Además, se crearon rigideces que desincentivan la contratación; la conversión del contrato de aprendizaje en laboral afecta a los jóvenes; y, en lugar de incentivar la formalidad, se promovió la idea del empleador como adversario cuando lo que se requiere es cooperación.
Lo mismo ocurre con la discusión del salario mínimo. Este debate debería basarse en productividad, inflación y sostenibilidad, pero terminó capturado por el populismo. Todos queremos salarios más altos y mayor poder adquisitivo, pero eso no se logra por decreto, sino con productividad real. Subir el mínimo por encima de lo que permite la economía solo beneficia al 11% que gana exactamente un mínimo; el 42% gana más, y lo más preocupante es el 47% que gana menos y está en la informalidad. Además, aumentos desbordados generan más informalidad, inflación, presiones fiscales por indexación y riesgos para microempresas con utilidades netas de apenas 3%.
Colombia debería tener una fórmula técnica y predecible para el salario mínimo, basada en inflación y productividad, y debatir un salario regionalizado. Pero el objetivo debe ser aumentar el salario promedio, lo cual solo ocurre con empresas fuertes y empleo formal creciente.
Todas estas discusiones -reforma laboral, salario mínimo y tributaria- deberían orientarse a un propósito común: generar más empleo formal. Eso ocurre cuando las empresas crecen y son más productivas y cuando hay trabajadores formales bien remunerados. Cuando crece el empleo formal, suben los ingresos reales y aumenta la demanda, lo que expande la economía.
Defender el empleo formal implica defender a las empresas y también a los trabajadores. No son enemigos: son dos pilares del mismo proceso productivo. Sin trabajadores no hay empresa, y sin empresas no hay país.