Dicen que el refugio preferido de Albert Einstein era su casa de verano en Caputh, una localidad cercana a Berlín, lugar desde donde el 30 de julio de 1932 le dirigió una carta a Sigmund Freud, preguntándole si existía algún medio que permita al hombre librarse de la amenaza de la guerra. Casi 92 años después la pregunta no ha perdido vigencia, por el contrario, para los que vemos estos tiempos parecidos a los que se vivieron entonces, tratamos de encontrar las mismas respuestas.
Sin entender por qué los esfuerzos desplegados habían fracasado de forma lamentable, ponía en evidencia algo que se repite y repite entre aquellos cuya tarea consiste en ocuparse de ese problema, la conciencia de su impotencia. De ahí la carta a Freud confiando en que él podría iluminar con la luz de su profundo conocimiento de la vida instintiva del hombre.
Para Einstein, que era un ser libre de prejuicios nacionales, solo había una manera sencilla de abordar el problema: consentir el establecimiento internacional de un órgano legislativo y judicial para resolver cuantos conflictos surjan entre las naciones. Cada nación se comprometería a someterse a las órdenes dictadas por ese órgano legislativo, a apelar al tribunal en todos los casos litigiosos, a plegarse sin reservas a sus decisiones y a ejecutar cuantas medidas se estimen necesarias para asegurar su aplicación.
No obstante, reconocía que “derecho y fuerza se hallan inseparablemente unidos, y las decisiones judiciales se aproximan al ideal de justicia de la comunidad, en cuyo nombre e interés se pronuncian las sentencias, en la medida misma en que esa comunidad puede reunir las fuerzas necesarias para hacer respetar su ideal de justicia”. Pero entonces, como ahora, estamos muy lejos de poseer una organización supraestatal capaz de conferir a su tribunal una autoridad indiscutible y garantizar el sometimiento absoluto a la ejecución de las sentencias. Convencido de que no existía otro camino que llevara a la seguridad, plantea un axioma más obvio ahora, “el camino que conduce a la seguridad internacional impone a los Estados el abandono incondicional de una parte de su libertad de acción o, dicho de otro modo, de su soberanía”. Entendía que lo que conspiraba contra ese propósito, era la apetencia de poder que se opone a cualquier limitación de la soberanía, y que ese “apetito” se nutre de aspiraciones puramente materiales y económicas.
Consideraba que esas minorías lograban poner al servicio de sus ambiciones a la gran masa del pueblo, por que “tiene en sus manos la escuela y la prensa y generalmente también a la Iglesia”. Pero no solo le preocupaba que la masa no considerase el sufrimiento y empobrecimiento que trae la guerra, le llamaba más la atención, que se dejara inflamar con tan insensato fervor hasta sacrificar la vida. Entendía que “el hombre lleva en sí mismo una necesidad de odio y de destrucción” que solo se manifiesta en circunstancias extraordinarias y que con cierta facilidad degenera en psicosis colectiva.
De ahí, que preguntara a Freud “¿existe la posibilidad de dirigir el desarrollo psíquico del hombre de manera que pueda estar mejor armado contra las psicosis de odio y de destrucción?” Precisando que no se refiere a las masas llamadas incultas, sino a las cultivadas que resultan ser presas más fáciles de las funestas sugestiones colectivas.