Analistas 02/09/2021

Círculo vicioso

Eric Tremolada
Dr. En Derecho Internacional y relaciones Int.

Pasada la navidad de 1979 tuve la primera noticia sobre la existencia de Afganistán y lo que a los trece años llamó mi atención, no fue el hecho noticioso de que en tiempos de paz se diera la invasión soviética con 55.000 soldados, sino que se dijera que se invadía a un pueblo difícil de someter, que las conquistas persa, mongola y la del propio Alejandro Magno pagaron un alto precio de sudor y sangre, y que el imperio británico, entre 1839 y 1919, sumó tres derrotas estrepitosas, entre ellas, la denominada “marcha de la muerte”.

El interés del imperio británico en estas tierras durante el siglo XIX era impedir la salida al océano Índico de la Rusia zarista que amenazara su monopolio sobre la India. Y como los destinos de la vida tienden a cruzarse en más de una ocasión, en 1919, la Unión Soviética fue uno de los primeros en reconocer la independencia de Afganistán, convirtiéndose, por medio siglo, en protector de la nueva nación, al punto que para los años 70, el 60% de la ayuda extranjera que recibían los afganos provenía de Moscú.

Si bien la influencia soviética daba sus réditos con el surgimiento de un partido equivalente al comunista (Partido Democrático Popular), a finales de los 70, el país empezó a desestabilizarse con una serie de golpes de Estado y tensiones, generando, por un lado, el miedo de los soviéticos a perder su influencia y control y, por el otro, a los gobiernos afganos a solicitar su intervención, lo que se tradujo en la invasión del 27 de diciembre.

No obstante, se encontraron con una resistencia mayor de la esperada, ni el ejército ni la población afgana se resignaban a la invasión, la estabilidad nunca llegó y el invasor optó por salir en 1989, abandonó una sociedad en la que el poder integrista se consolidó gracias a los Estados Unidos. No hay que olvidar que Washington se aprovechó de un fanático (Osama bin Laden) dispuesto a defender su fe contra el ateísmo invasor, dejándolos desafiantes y armados en las agrestes montañas afganas.

Así, Al Qaeda, que surge con el apoyo de los EE.UU. muerde la mano de su benefactor y realiza los célebres ataques del 11 de septiembre que se responden con una nueva invasión a Afganistán en 2001. Esta vez, la justificación era desalojar al gobierno talibán que albergaba a los terroristas liderados por Bin Laden y, al igual que los soviéticos, prometieron estabilidad, apoyando, en este caso, la democracia y eliminando el terrorismo.

EE.UU. logró hacerse con Kabul rápidamente y obligó a los talibanes a entregar el poder, y aunque no cesaron los ataques terroristas, tres años después, se conforma un gobierno afgano. En 2009 el gobierno de Obama aumenta las tropas y obliga a los talibanes a replegarse por poco tiempo, al punto que 2014 se recuerda como el año más sangriento y, también, porque las fuerzas de la Otán terminan su misión delegando la responsabilidad de la seguridad al ejército afgano. Desde entonces los talibanes ganan fuerza y conquistan territorios y no cesan los atentados suicidas.

Sin americanos ni europeos, los talibanes tienen todo a su favor para su reconocimiento. Irán reforzará su presencia clandestina, Rusia busca la seguridad de las fronteras de sus aliados en Asia y China desarrolla intereses económicos y debilita a los grupos islamistas que operan en Xinjian. Entre tanto Pakistán seguirá con su útil ambigüedad.

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