México dio por terminado el Estado de derecho, motu proprio, de forma consciente y voluntaria, para darle paso al control de la sociedad por parte de los carteles de la droga.
En comparación con las veces en las que Colombia ha amagado con volverse un Estado fallido, ni los paros de buses de “don Berna”, ni Pablo Escobar despachando muerte desde La Catedral, ni el M19 en el Palacio de Justicia, ni las Farc en 60 años de monte lograron tanto como el cartel de Sinaloa en un día: arrodillar al presidente de un país y a todas sus fuerzas armadas, forzar la liberación de un capito, liberar a 50 delincuentes de la prisión, dejar decenas de muertos y heridos, y secuestrar a casi 700 mil habitantes.
Pero todo eso es anecdótico. Estas palabras se emiten en Culiacán de Rosales desde donde quien las escribe da fe de algo mucho peor: la claudicación del Estado. No del soldado que salvaguarda su vida y la de su familia rindiéndose, no del gobernante corrupto que ni sabe qué está pasando. Es la postración de un país completo y de sus ciudadanos ante grupos armados de narcotraficantes capaces de dominar y desafiar a quien se atraviese.
Lo que empezó como un operativo improvisado para capturar a Ovidio Guzmán, hijo de “El Chapo” (aunque intentaron maquillarlo como patrullaje ido a mal) se convirtió en el acta de defunción de la soberanía del pueblo y sus instituciones. Cuando toda la ciudad quedó en manos de civiles armados con munición antiaérea y la población perdió su libertad, el presidente Andrés Manuel López Obrador (Amlo) respondió a la prensa, a los mexicanos: “mañana hablamos”.
Mientras los cuarteles militares eran sitiados y los criminales controlaban las entradas y salidas de la ciudad; mientras las caravanas de narcotraficantes incendiaban buses y mostraban su arsenal, el jefe del Estado y su séquito estuvieron en capilla, en el silencio y la lejanía de Oaxaca, delegando los reportes y partes de tranquilidad a los voceros de los narcos.
Fue José Luis González, abogado de “El Chapo”, quien comunicó por televisión a todos los mexicanos que el muchacho que pensaban desaparecido ya estaba a salvo, “libre gracias a Dios”.
A la mañana siguiente, con Culiacán aún paralizada, Amlo habló. Dijo que el fuego no se apaga con fuego y que prefería entregar a una persona para salvaguardar a toda la población. “Nada por la fuerza, todo por la razón. Nosotros no queremos muertos, no queremos la guerra”, remató.
Ni la mecánica cuántica ni la teoría de cuerdas habían podido demostrar de forma tan vívida la existencia de los universos paralelos. Amlo lo logró. Nadie en sano juicio quiere baños de sangre ni ciudades gobernadas por la delincuencia. En ese universo, el Presidente es sensato.
Sin embargo, en el otro universo, el de la política, la calle, en el que se ejerce el poder y la autoridad, donde se disfrutan las libertades y los derechos, hay una guerra combatida a punta de frases tipo “al carajo la delincuencia, fuchi, guácala”, como hace poco esgrimió Amlo en Tamaulipas.
Para él la estrategia y planeación no hacen parte de su lexicón. Cree que los narcos son personitas a las que puede persuadir, no los expertos en dominación y violencia que optaron por darle una tregua para que entregara a “El Chapito” y la gente fuera evacuada.
En fin, México hoy es un narcoestado de dos pisos: el primero manejado al vaivén de los ímpetus de un presidente obcecado y reflexivo, y el segundo, propiedad de una fuerza criminal tan ágil y contundente que cuando es incomodada no responde: “mañana hablamos”.