Analistas

El tren de los buenos tiempos

Eva Barreneche López

“En una playa dormida, bajo una sierra sagrada, la tarde dulce vestida de mil estrellas doradas…”

- Carlos Vives, La Perla

Santa Marta cumple 500 años.

Y esta vez no quiero escribir como columnista. Quiero escribir como nieta, como hija, como parte de una familia que ha amado esta ciudad con la devoción con la que se canta una cumbia o se reza una novena. Con esa locura que sólo tiene el amor de mi tierra. Esta es mi columna más íntima. Porque celebrar a Santa Marta es también celebrar el hogar que me dio nombre, memoria y raíz.

Mi abuelo se llamaba Arístides López y mi abuela, Luisa Isabel López. De ellos aprendimos el valor de celebrar nuestra identidad samaria cada 29 de julio, en la procesión de la Virgen de Santa Marta. Año tras año, salíamos en familia a recorrer las calles, no por costumbre, sino por orgullo, por emoción, por ese sentido de pertenencia que no necesita explicación. La tradición se metió en las raíces de nuestra conciencia. Y aunque hoy ya no están mis abuelos, la procesión es parte de nuestra identidad, generación tras generación, porque caminar con fe, es también caminar con memoria.

Porque Santa Marta no se explica solo desde la historia colonial ni desde los libros de geografía. Se explica desde la infancia, desde la brisa fresca que juega entre las faldas al mediodía, desde los goles del Pibe, desde los abuelos contando cuentos en la terraza. Se explica en las noches de cumbias y luceros, de tambora y papayera, en el despertarse con las voces de nuestra gente.

Y también se explica cuando suena “Playa Blanca” justo después del “Helado de Leche”, y de repente la felicidad se derrama como brisa. En la terraza se forma el bembé, y todos bailan como si el tiempo se detuviera en medio de la nostalgia.

Porque en Santa Marta la alegría y la tristeza van de la mano. La lucha y la paz son hermanos de sangre. Aquí sabemos bailar con el alma rota y reír con la memoria llena de ausencias. Aquí el dolor y la música coexisten. Y por eso nuestro espíritu es resiliente: estamos listos para la muerte, sí, pero sobre todo para la vida. Para la tambora. Para el amor que se vive intensamente porque sabemos que ese momento puede acabarse rápido.

Desde que Bastidas llegó en 1525, Santa Marta ha sido una promesa interrumpida. La ciudad que pudo ser puerto, que soñó con el ferrocarril. Una ciudad que aún espera su doble calzada, que lucha por el agua, que vive del turismo, pero no siempre se beneficia de él.

Y aun así… Santa Marta canta. Porque aquí, viviendo las malas horas, las llamamos los buenos tiempos. Esta es la historia de una tierra mensajera, que, en una noche cansada, rompió sus cadenas.

Canta Adolfo Pacheco su Hamaca Grande, y baila mi mami, Hermenegilda. Cantan las playas, los barrios, las montañas. Canta en las voces de quienes no han dejado de amar este lugar, aunque duela, aunque se derrumbe a ratos, aunque parezca olvidada incluso por sus propios gobernantes.

Hoy, que se cumplen 500 años, por las noches te quiero contemplar. De tus faldas no me quiero soltar, Santa Marta.

Quiero una ciudad que se reconozca. Que se mire con dignidad. Que entienda que su valor no está en los discursos, sino en su gente: en los pescadores, en los músicos tamboreros, en las madres que sostienen los barrios, en los pueblos indígenas que habitaron estas tierras, en el origen sagrado de la Sierra. En el alma que vive -y resiste- en Pescaíto, en Taganga, en Bastidas.

Santa Marta merece más que una conmemoración.

Merece un reencuentro.

Quiero volver.

Volver en mi memoria, en mi compromiso, en mi voz.

Volver para decirte que nunca te has ido, porque te llevamos adentro.

Feliz cumpleaños, Santa Marta. Deseo que vuelva el tren de los buenos tiempos.

¿Te acuerdas del tren de los buenos tiempos?

Santa Marta; “Tú tienes la llave de mi corazón, yo te quiero, más que a mi vida, porque sin tu amor… yo me muero.”

- La Tierra del Olvido

Nota: Esta columna fue escrita con autorización expresa para el uso de fragmentos de canciones de Carlos Vives y contó con sus sugerencias para ajustes narrativos. Agradezco especialmente a Claudia Elena Vásquez por su lectura generosa y por acompañar este homenaje a Santa Marta.

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Carlos Vives - Santa Marta - Costa Caribe