No me gusta la expresión emergencia climática. En una emergencia, como en un incendio, el objetivo es acabar con ella, a cualquier coste. Algo de esto hay en el debate actual sobre el cambio climático. Si el mundo se va a acabar, vale todo. Hasta hacerse trampas en el solitario y negar la evidencia. Hasta acabar con la independencia de los bancos centrales. Hasta resucitar el fantasma de la inflación y los déficits públicos.
La transición energética es un asunto demasiado serio para dejarlo en manos de predicadores, oportunistas y buscadores de rentas. Por ello exige un análisis racional, desapasionado. Un análisis al que la ciencia económica puede y debe contribuir con rigor y seriedad.
De manera simplificada, la cuestión a resolver es sencilla. Muchos la están planteando como el coste de oportunidad de no hacer nada. Pero este planteamiento es una falacia. La verdadera pregunta es qué precio estamos dispuestos a pagar por reducir en una determinada magnitud la probabilidad de que la temperatura media del planeta aumente en un grado; qué precio en términos de más inflación, más déficit público y menos crecimiento. Porque no hay nada gratis en la transición energética, aunque ahora nos la quieran vender como un nuevo Rey Midas capaz de convertir en oro todo lo que toca. Pareciera que queremos olvidar que la economía es el arte de asignar recursos escasos a fines alternativos.
Los costes de esta transición energética ya están empezando a hacerse patentes. El primero, el mas evidente, en términos de inflación. Y no se queda atrás el impacto en los déficits públicos y en la pobreza y conflictividad social.
Que la transición energética es inflacionista, es una obviedad. Sus defensores mas inteligentes ya no lo niegan, solo nos intentan convencer de que un poco de inflación en la coyuntura actual es bueno, porque aleja el peligro de la deflación. Y cuando se les muestran los IPC actuales, (5% en USA, 3,9% en Alemania, máximos de mas de 10 años) replican que son fenómenos transitorios. Tan transitorios que son ya varios los bancos centrales que en América Latina se han visto obligados a subir las tasas de interés.
Los déficits públicos serán la próxima víctima de esta desordenada transición energética. Los subsidios a la energía son una componente habitual en todos los países de las ayudas a los sectores sociales vulnerables.
Cierto que los ganadores de esta transición, empresas y particulares podrían ayudar a financiar sus costes. Y sería razonable rediseñar el sistema fiscal para gravar estas rentas extraordinarias de transición. Pero conviene ser cautos respecto a su verdadero potencial para evitar el crecimiento de los déficits públicos. Porque los tiempos de ganadores y perdedores no tiene por qué coincidir, porque no queremos desincentivar la inversión en los sectores de futuro ni entorpecer la reducción del calentamiento global, y porque el rediseño de los sistemas impositivos es siempre una compleja operación de economía política no exenta de tensiones ni de éxito garantizado.
Pero la emergencia climática manda en la agenda política. Y empiezan así a aparecer propuestas peligrosas, presentadas como nuevas soluciones mágicas. Pero para eso están los bancos centrales y se ha inventado la represión financiera, parecen decirnos. Para asegurar que se da cumplida satisfacción a las necesidades y preferencias sociales. Sería una lamentable paradoja que la lucha contra el cambio climático acabase con la independencia de los bancos centrales y los devuelva a la disciplina de los gobiernos. El planeta bien merece protección, pero no a costa de olvidar lo que significa la estabilidad monetaria.